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domingo, 16 de febrero de 2025

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Ángel Benavides Hilgert OP


Lecturas del día: Jeremías 17, 5-8  Salmo 1, 1-4. 6 Carta I de San Pablo a los Corintios 15,12.16-20.


Evangelio según San Lucas 6, 12-13. 17. 20-26


    Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles.

    Al bajar con ellos se detuvo en una llanura. Estaban allí muchos de sus discípulos y una gran muchedumbre que había llegado de toda la Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón. Entonces Jesús, fijando la mirada en sus discípulos, dijo:

    «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!

    ¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados!

    ¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán!

    ¡Felices ustedes, cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y proscriban el nombre de ustedes, considerándolos infames a causa del Hijo del hombre!

    ¡Alégrense y llénense de gozo en ese día, porque la recompensa de ustedes será grande en el cielo!. ¡De la misma manera los padres de ellos trataban a los profetas!

    Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo!

    ¡Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos, porque tendrán hambre!

    ¡Ay de ustedes, los que ahora ríen, porque conocerán la aflicción y las lágrimas!

    ¡Ay de ustedes cuando todos los elogien! ¡De la misma manera los padres de ellos trataban a los falsos profetas!»


Homilía por Fray Ángel Benavides Hilgert OP


El profeta Jeremías, que es conocido sobre todo por anunciar la caída de Jerusalén antes del destierro, denuncia también de parte del Dios de Israel el comportamiento de los que haciéndose llamar fieles del Señor, por el mero cumplimiento de algunos preceptos rituales, manifiestan a luz del día su infidelidad de corazón al Señor. Este domingo, Jeremías compara al hombre injusto con un matorral lánguido en el desierto y al hombre justo con un árbol sano y fecundo, sembrado junto a las aguas. Notemos, hermanos, el contraste… el hombre que confía en el hombre, es decir en sus propias fuerzas, en su astucia e inteligencia, en sus bienes y capacidades, y el hombre que pone su confianza en el Señor, por encima de cualquier cosa terrena. Nos invita a pensar en la vida del cristiano. La vida espiritual del cristiano debe estar arraigada junto al torrente que brota del costado de Cristo. Así como el árbol crece y se expande, así debe ser notorio, en la vida del discípulo, su crecimiento en la fe y la extensión de su amor por el prójimo. Sus frutos, a causa de alimentarse del mismo Cristo, en los sacramentos, y de su misericordia, en las obras de la fe, son abundantes y útiles.


Y David, el rey y poeta de Israel, el ungido del Señor, canta, siglos antes, en el Salmo 1, las mismas alabanzas del hombre que confía en el Señor y los «ayes» de aquel que orgulloso de sí mismo y sus logros, se acerca a su propia ruina.


El apóstol san Pablo, al final de la epístola a los Corintios, afirma con una contundencia que desarma: «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe». Su muerte es señal de humillación, pequeñez, dolor, fragilidad, persecución y muestra del alcance y maldad del pecado. Pero su resurrección de entre los muertes, es señal de dignificación y elevación, consuelo y gozo, fortaleza y aceptación, y muestra de la voluntad salvífica de Dios, de su amor por su creación y por el hombre especialmente, y de su misericordia, que trastoca nuestra noción de justicia. Cristo murió y resucitó de entre los muertos. Es el mismo anuncio que llevó a misioneros y evangelizadores, obispos y monjes a todo el mundo, y que sigue vigente en la expansión de la Iglesia por todos los continentes, razas, lenguas, pueblos y naciones: Cristo murió en la cruz y resucitó para nuestra salvación.


Al acercarnos al evangelio, San Lucas nos transmite las bienaventuranzas. Su versión es un poco diferente a las del apóstol Mateo. Son menos sentencias, y añade a éstas los «ayes» contra los que en este mundo ya han recibido alegrías pasajeras. Y el contexto es precisamente después de haber elegido a sus doce apóstoles. A diferencia de san Mateo que inicia con las suyas el Sermón de la Montaña, en san Lucas son pronunciadas en una llanura junto al Mar de Galilea. Los que le escuchan son judíos que lo han seguido y buscan ser sanados de sus enfermedades y purificados de espíritus inmundos. Y lo que el Señor les da es este mensaje, que como el anuncio de Pablo, desarma inmediatamente: Bienaventurados, felices, dichosos, benditos… los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices los pobres, los hambrientos, los que lloran, los perseguidos por causa de Cristo. Bienaventurados los que ponen su confianza en el Señor, los que obran de corazón según sus mandatos, los que aman al prójimo, los que aún en la injusticia, se privan de ir contra la voluntad de Dios. Bienaventurados, amados por el Señor, porque serán como el árbol plantado al borde de la acequia.


Ay de ustedes, les dice, al contrario, a los ricos, a los satisfechos, a los que ríen, a los que reciben elogios. A los que han obtenido consuelo en esta vida, sin importarles el destino del prójimo. Ay de los que viven en la abundancia sin justicia, en la corrección política sin verdad, ansiando la aceptación social sin dignidad y suspirando por el respeto humano sin honestidad. Ay de ustedes, porque serán como el arbusto secándose en el desierto.


¡Acerquémonos, hermanos, a Señor, bebamos del torrente de Su Palabra, que su gracia se derrame en nuestros corazones, y que nuestros labios canten sus alabanzas, que nuestras manos obren su misericordia, que nuestros ojos contemplen su Bienaventuranza!


Aquí puedes conocer la información del Jubileo 2025



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