Libro de Isaías 35,4-7a. Salmo 146(145),7.8-9a.9bc-10. Epístola de Santiago 2,1-7.
Evangelio según San Marcos 7,31-37.
Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.
Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos.
Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua.
Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: "Efatá", que significa: "Ábrete".
Y enseguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.
Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban
y, en el colmo de la admiración, decían: "Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos".
Homilía Por Fray Josué González Rivera OP
Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos
En la actividad pública de Jesús, él predica y obra portentos que hacen presente la realidad del Reinado de Dios en medio del mundo. En este domingo nos encontramos en las lecturas con el tema de la curación, pero no realizada de cualquier forma, contemplemos que es la sanación en especial de los débiles y marginados. Recordemos que, en ese tiempo, la enfermedad implicaba estar en pecado, por lo tanto, la curación también tenía aspectos de una reconciliación.
Al reflexionar en el tema de la liturgia de este domingo pienso en la curación milagrosa que quiere hacer el Señor de las sorderas y la mudez que nos aíslan del mundo, dejándonos incomunicados de nuestros prójimos, encerrados en lo propio, apartándonos a nuestras hermanas y hermanos, inclusive, apartándonos de Dios. Por ello, las palabras que aquí comparto se orientan hacia esa “apertura” que nos sana de nuestros encierros.
Levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: “Efatá”, que significa: “Ábrete”.
La condición del sordo y mudo o tartamudo, más allá de ser una limitación física, nos confronta con una metáfora potente sobre la condición humana. Reflexionemos por un momento sobre lo que esta condición simboliza: observar y sentir el mundo sin la capacidad de participar plenamente en él. Es como vivir “bloqueados”, privados de la voz del otro, atrapados en un monólogo interior donde el diálogo se vuelve imposible. Esta imagen nos invita a considerar cuántos de nosotros, aunque con todas nuestras capacidades intactas, nos hacemos sordos y mudos ante la realidad que nos rodea, incapaces de conectarnos verdaderamente con los demás.
Si levantamos la mirada y observamos el mundo actual, nos encontramos con un panorama de crecientes polarizaciones. Hoy en día, las diferencias se alzan como murallas insuperables. Políticas, sociales, culturales, económicas, religiosas: las divisiones se multiplican y profundizan, creando una sensación de desconexión que trasciende lo meramente discursivo para instalarse en las relaciones cotidianas. Incluso dentro de la misma Iglesia, reflejando las tendencias del mundo, nos vemos atrapados en un juego de etiquetas y adjetivos que desvirtúan la riqueza del diálogo auténtico y la comunión en la diversidad.
Buscando comprender este fenómeno, se ha popularizado el concepto de “brechas ideológicas” (además de las ya conocidas brechas generacionales y económicas, entre otras), dando cuenta de aquellas fisuras que nos separan y nos aíslan en burbujas de pensamiento, donde el eco de nuestras propias voces acalla cualquier disonancia externa. Nos hemos vuelto expertos en marcar distancias, pero inexpertos en tender puentes. Como dice el Papa Francisco, nos formamos una “cultura de la exclusión”. Esta situación nos interpela profundamente: ¿acaso no estamos todos, de alguna manera, sordos y callados ante el clamor del otro, encapsulados en nuestras propias certezas?
Llevantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: “Efatá”, que significa: “Ábrete”.
Jesús, tras sus controversias con los fariseos y escribas acerca de lo puro e impuro, decide salir del territorio judío, adentrándose en regiones que pertenecían a otras provincias romanas. Las ciudades mencionadas al inicio del Evangelio eran habitadas por personas que, en su mayoría, no pertenecían al pueblo judío. Aunque el texto no lo menciona explícitamente, una tradición sugiere que el sordomudo al que Jesús sana podría haber sido un pagano, lo que subraya la apertura del mensaje evangélico a los gentiles. Estos pueblos, alejados de la promesa de Israel, vivían en exclusión e incomunicación, privados de oír la Palabra de Dios. Santiago nos exhorta a no olvidar a estos despreciados, recordándonos la universalidad del mensaje de Cristo que trasciende fronteras y prejuicios.
El milagro que realiza Jesús retoma las prácticas comunes de la época. Para unos intérpretes, que el Señor simplemente no le imponga las manos confirmaría que no es judío. Jesús eleva la mirada al cielo, un gesto que simboliza una íntima comunicación con el Padre, y con un profundo suspiro, canaliza una fuerza suprahumana. Con la palabra "Efatá", un término arameo que significa "Ábrete", Jesús no solo sana la sordera física, sino que revela un poder trascendente que abre al individuo a una nueva dimensión de fe y entendimiento.
A diferencia de los curanderos de esa época, que buscaban notoriedad mediante la exhibición de sus poderes, Jesús actúa con una discreción notable. Aparta al enfermo de la multitud y le pide guardar silencio sobre el milagro. Sin embargo, el acto de sanación, cargado de un significado mesiánico que cumple las promesas anunciadas por Isaías, no puede permanecer oculto. A pesar de la prohibición de Jesús, la noticia se difunde, y las personas reconocen en sus acciones la manifestación de la salvación prometida. El que Jesús abra los oídos del sordo significa en este contexto que él puede regalar la inteligencia, necesaria para la fe. Sin esa gracia, el hombre es un sordo respecto del evangelio.
Llevantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: “Efatá”, que significa: “Ábrete”.
Beda, el venerable, interpretaba que: “es sordo el que no oye la palabra de Dios; y mudo el que no propaga la confesión de la fe”. Esta sordera y mudez espiritual no se limitan a aquellos que desconocen la Palabra, sino que muchas veces nos alcanza a nosotros mismos, atrapados en nuestras propias limitaciones y temores. El Papa Francisco nos recuerda que, con frecuencia, nos encerramos en nosotros mismos, creando islas inaccesibles donde la apertura y el diálogo son imposibles: “la pareja cerrada, la familia cerrada, el grupo cerrado, la parroquia cerrada, la patria cerrada… Y esto no es de Dios. Esto es nuestro, es nuestro pecado”. Esta tendencia a la cerrazón se manifiesta en todos los niveles de nuestra vida.
El desafío que se nos presenta hoy es redescubrir la capacidad de escucha y romper con los bloqueos que nos impiden dialogar genuinamente. Aprender a dejar de vernos como adversarios y apostar por el reencuentro con los hermanos en la búsqueda común de la verdad y el bien. Jesús nos invita a dar un paso valiente: pasar de una cultura de la exclusión a una cultura del encuentro.
Este milagro nos llama a la curación, a la reconciliación, a abrirnos primeramente a la voz de Dios y después a compartir su Palabra con aquellos que no la han escuchado o que la han olvidado, ahogada bajo las preocupaciones y los engaños del mundo. Que podamos, con la gracia de Dios, ser verdaderos instrumentos de su paz, escuchando, dialogando y construyendo puentes que unan, en lugar de muros que dividan.
Hoy, más que nunca, el llamado es claro: abrir nuestros oídos, abrir nuestras bocas y abrir nuestros corazones, confiando en Aquel que todo lo hace bien, esforcémonos por llevar el mensaje de esperanza y sanación a un mundo que clama por reconciliación y encuentro.
Que nuestro corazón al escuchar esta palabra que es luz y vida se abra a la unidad y escucha del otro.
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