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sábado, 17 de agosto de 2024

Meditamos el Evangelio del Domingo con el Diácono Gastón Molina.





Lecturas del día: Libro de los Proverbios 9,1-6. Salmo 34(33),2-3.10-11.12-13.14-15. Carta de San Pablo a los Efesios 5,15-20.


Evangelio según San Juan 6,51-58.


Jesús dijo a los judíos:

"Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo". Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?". Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.

Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente".


Homilía por el Diácono Gastón Molina 


Seguimos meditando el extenso y provocador Discurso del Pan de Vida (Cap. 6). Sin dudas, una de las apuestas más fuertes que hace el evangelista Juan para mostrarnos quién es Jesús, de que se trata el Reino del Padre. 


Todo el capítulo, tiene de trasfondo la invitación al seguimiento, y para ello, Juan trata de explicar lo que se necesita en esta configuración con el Maestro, de qué nos tenemos que alimentar para seguirlo. Y de esta manera asimilarnos cada vez más con Él, es decir, somos de lo que nos alimentamos. Creemos con toda firmeza, que en nuestra vida cristiana, el Bautismo nos da la vida que el Padre comparte con el Hijo, y la Eucaristía es el alimento que nutre esa vida nueva.


Volviendo al texto de Juan, desde el versículo 25 el alimento es referenciado a la enseñanza de Jesús; ahora (a partir del versículo 51) el alimento es el pan celestial. Y todo esto porque, por el misterio de la Encarnación, la Palabra se ha hecho carne, y ahora se nos da como alimento para la vida eterna.  El mismo Dios comparte nuestra humanidad y nos redime en la carne y sangre de su Hijo. La expresión más grande de amor que la humanidad haya experimentado en su vínculo con la Divinidad. 


El domingo anterior (Jn. 6, 41-51), escuchábamos el pasaje dónde los judíos murmuraban entre ellos sobre las afirmaciones de Jesús sobre su origen.


Ellos desacreditaban sus dichos porque supuestamente conocían muy bien su familia terrena. Ellos lo conocían pero no lo reconocían. No habían hecho experiencia profunda de Dios, sino que seguían en lo superfluo, sin poder ver la obra de Dios en Jesús.


Ahora, dando un paso más en este misterio,  Jesús se presenta como el alimento de eternidad, y no solo eso, sino como el que da su carne y sangre para la vida del mundo. Expresión que vuelve a desorientar nuevamente a sus contemporáneos. ¿Cómo es posible que coman y beban de su cuerpo y sangre? Y como si esto fuera poco, luego nos habla de su permanencia: si nos alimentamos y bebemos de Él, nos asegura su presencia en nosotros y nos comparte la vida nueva con el Padre.  


Con todo lo anteriormente dicho, creo que Juan nos lleva con suma franqueza a preguntarnos: ¿de qué cosas tenemos hambre? ¿De qué cosas tenemos sed hoy? Y si lo sabemos  ¿con que las estamos saciando? En nuestras vidas, muchas veces y por mucho tiempo, nos alimentamos y nos saciamos, con cosas que están saturadas de egoísmos, prejuicios, ideas, etc.; que van encogiendo cada vez más el corazón y no nos permiten experimentar la presencia de Dios en nuestras vidas y menos en la de los demás, y sobre todo en las pruebas o dificultades que conlleva. Es un corazón estrecho que reconoce poco el amor desbordante de Dios. Y así, se nos dificulta cada vez más el seguimiento en Jesús.

 

Pidamos al Señor que renueve su llamado en nuestras vidas, para que volvamos al camino que nos conduce a Él, para que nos sigamos alimentando de su cuerpo y sangre, para que no nos cansemos en su seguimiento. Y así, fortalecidos en su presencia, tengamos un corazón cada vez más ancho que transforme la vida de los demás, en especial,  aquellos que han desfallecido en el camino de la vida y la fe, por distintas y difíciles situaciones. Que encuentren en nosotros signos de la resurrección de nuestro Señor. 


Información sobre el año de la oración (2024):

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