La Sagrada Escritura, aunque no es un tratado de antropología, contiene respuestas a las preguntas más profundas de la humanidad. Una de estas preguntas, recurrente tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se refiere a la identidad, naturaleza, capacidades y, sobre todo, a la relación del hombre con su Creador.
La primera referencia a esta cuestión aparece en el libro del Génesis, donde el hombre es presentado como la culminación de la obra creadora de la Trinidad, dándole vida “desde la nada” en el sexto día. Este acto destaca porque el hombre no es creado como el resto de las criaturas, sino con una característica distintiva: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Génesis 1:26). Dios, como un artesano, modela del barro la vasija que contendrá el inmenso tesoro de participar en la vida eterna. Ser creados a imagen y semejanza de Dios significa no solo racionalidad y libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino también, desde el principio, la capacidad de una relación personal con Dios, como un “yo” y un “tú”, y, por ende, la capacidad de alianza reflejada en la comunicación salvífica de Dios al hombre (Dominum et Vivificantem, 34).
Esta pregunta sobre el hombre también se expresa en otros pasajes de la Escritura, que manifiestan admiración por su valor y dignidad y buscan comprender el amor y la distinción que Dios hizo para con él. En el Salmo 8:5-6 leemos: “¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te cuides? Apenas inferior a un dios le hiciste, coronándole de gloria y de esplendor.” De manera similar, el Salmo 144:3 dice: “¿Qué es el hombre para que le conozcas, el hijo de hombre para que en él pienses?” Y en Job 7:17-18: “¿Qué es el hombre para que tanto de él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que le escrutes todas las mañanas y a cada instante le escudriñes?” El Nuevo Testamento también recoge esta pregunta en Hebreos 2:6: “¿Qué es el hombre, para que lo recuerdes?”
La respuesta más profunda parece estar en el Evangelio de Juan, donde, después de la flagelación de Jesús, Pilato lo presenta a la multitud diciendo: “Ecce homo” (Juan 19:5). “He aquí al hombre”. Esta escena plantea una crucial paradoja sobre la condición humana. ¿Qué sucedió con esa criatura hecha a imagen divina, coronada de gloria y majestad? ¿Qué tiene de paradójico contemplar la imagen de un hombre cuya humanidad se presenta sangrando y en carne viva?
La escena de “Ecce homo” muestra la imagen más radical de la humanidad, marcada por el dolor, el sufrimiento y el flagelo del pecado. Al mismo tiempo, nos revela al Verbo, recordándonos el momento de la creación del hombre. “Ecce homo” podría significar “he aquí la carne, que, como barro deforme, es preparada para ser elevada al torno de la cruz, para una nueva creación”. Es una nueva acción de Dios para regalarnos “desde la nada”, gratuitamente, la salvación y la vida eterna.
La obra de redención realizada por el Verbo, que asumió nuestra herida naturaleza, se hace realidad también en nosotros mediante la gracia que recibimos a través de la oración. La oración actúa como un bálsamo que cura y un aceite que nos fortalece en la lucha espiritual. Así, la oración se convierte en un medio crucial para restaurar la relación con Dios y la semejanza divina en nosotros.
La obra de redención realizada por el Verbo, que asumió nuestra herida naturaleza, se hace realidad también en nosotros mediante la gracia que recibimos a través de la oración. La oración actúa como un bálsamo que cura y un aceite que nos fortalece en la lucha espiritual. Así, la oración se convierte en un medio crucial para restaurar la relación con Dios y la semejanza divina en nosotros.
La caída de Adán y Eva no destruyó la imagen de Dios en el hombre, pero sí distorsionó la semejanza, introduciendo la corrupción y la muerte en la experiencia humana. La redención a través de Jesucristo, el nuevo Adán, es un proceso de restauración y perfeccionamiento de esta semejanza. En este contexto, la oración juega un papel fundamental, ya que es a través de la oración que el ser humano se abre a la acción transformadora de la gracia divina.
La oración no es simplemente una práctica piadosa, sino un medio de transformación ontológica. A través de ella, el creyente se une a Cristo y participa en su vida divina. La encarnación del Verbo es el punto culminante del plan de Dios para la humanidad, donde el Hijo de Dios se hizo hombre para que los hombres pudieran convertirse en hijos de Dios. Este proceso de divinización implica una transformación completa del ser humano, algo que se realiza principalmente a través de la oración y los sacramentos.
Al orar, el cristiano entra en comunión con el Padre a través del Hijo en el Espíritu Santo. Esta comunión no es una mera relación externa, sino una incorporación real a la vida divina, lo que permite al creyente ser transformado a imagen de Cristo. Así, la oración es tanto un medio de comunicación con Dios como un proceso de conformación del ser humano a la imagen de Cristo, para recuperar esa semejanza herida.
El “Ecce homo” es una invitación a dejarnos curar para restaurar nuestras heridas, para recuperar en nosotros la semejanza con que nuestra carne fue moldeada. A eso nos invita San Ireneo de Lyon que nos recuerda: “Pon en sus manos un corazón blando y moldeable, y conserva la imagen según la cual el Artista te plasmó; guarda en ti la humedad, no vaya a ser que, si te endureces, pierdas las huellas de sus dedos.”
Autor: José Antonio Carrascosa, Dr. en Educación
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Hermosa enseñanza de amor, tanto amo Dios al mundo que entrego su hijo único, para la salvación. Gracias , por tanto amor. 👏
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