En Jn. 16, 15 leemos: "Todo lo que es del Padre es mío" y desde esa Palabra podemos establecer relaciones como estas: somos de Jesús porque somos del Padre; pero también porque somos de Jesús y del Padre somos del Espíritu Santo. Cada uno es templo y pertenencia del Espíritu Santo. Somos del Espíritu. Soy del Espíritu. Sos del Espíritu.
El Padre Reginaldo, fraile dominico y obispo de Córdoba y de La Rioja (entre 1888 y 1904), fundador de nuestra familia religiosa, nos dejó entre tantas palabras llenas del Espíritu esta frase: "Soy de Dios soy siempre de Dios". Imaginemos que si en nuestra oración desde un sincero diálogo a solas con el Señor empezamos a decir con conciencia: soy del Padre, soy de Jesús y soy del Espíritu, esto va a ir calando hondo en nuestras vidas... Sobre todo está conciencia de ser del Espíritu (Soy del Espíritu, siempre de Él).
Tal vez nos impulse mirar a algunos santos y su relación con los tres (Padre, Hijo y Espíritu Santo). Una de ellas es Sor Isabel de la Trinidad, canonizada el mismo día que el Cura Brochero en el año 2016, quien habla de la inhabitación trinitaria refiriéndose a la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el alma de las personas que están en la gracia de Dios. Es un concepto que implica permanencia, permanecer… Permanecer de la Trinidad en las personas y de las personas en la conciencia de la gracia. Sin duda nos hace recordar al permanecer en el Evangelio de San Juan y podemos decir que este permanecer nos da pertenencia como cuando crecemos en un lugar y decimos soy de ahí (o de los otros: “este es de ahí”). ¡Tenemos entonces una relación de pertenencia también con el Espíritu y esto es hermoso para nuestro caminar cotidiano!.
Qué no sea el pariente lejano el Espíritu Santo, al que casi no visitamos o recordamos. La conciencia de su presencia en nosotros nos pueden llevar a un cambio radical de vida.
¿Rezamos juntos?:
Ven Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo,
Padre amoroso del pobre;
don en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre
si Tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus Siete Dones
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
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