Éxodo 20, 1-17 / Salmo 18, 8. 9. 10. 11 / 1° carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 22-25
Evangelio según san Juan 2, 13-25
Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora».
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «Qué signos nos muestras para obrar así?».
Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».
Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?».Pero él hablaba del templo de su cuerpo.
Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
El Templo, Casa de Dios
En el corazón de la tradición religiosa de Israel, la Ley, el Templo y las observancias, constituían los signos de su identidad y de su pertenencia exclusiva a Dios. El Templo de Jerusalén era el lugar más sagrado, porque custodiaba el Arca de la Alianza y, en consecuencia, lo definía como el único lugar de culto legítimo y oficial del Pueblo de Dios.
Para la tradición espiritual de Israel, el Templo era el lugar común donde el observante y el pecador, el rico y el pobre, podían abrir su corazón, podían abrazar un camino de conversión y podían ofrecer su limosna y sus dones al Señor. En el Templo, Dios concedía su perdón y su misericordia sin hacer distinciones.
En el Templo, se mantenía viva la Tradición como signo de la Alianza sellada entre Dios y su Pueblo, y para ello se celebraban las fiestas de Sucot, de Shauvot y el Pesaj. La liturgia solemne de Yom kipur visibilizaba en los ritos sagrados el perdón que Dios ofrecía a su Pueblo. La presentación de dones y ofrendas recordaba la providencia de un Dios que ofrece todo lo necesario para llevar una vida digna, solidaria y religiosa.
El Templo, ¿lugar de negocio?
El relato de la expulsión de los vendedores del Templo ha sido testimoniado por las cuatro tradiciones del Evangelio (Mt 21,12-17; Mc 11,15-18; Lc 19,11; Jn 2,13-25). Sin duda, ha quedado grabada en la memoria viva de las primeras comunidades cristianas un gesto significativo de Jesús en el cual se revelaba su “celo” por la Casa de Dios y por las cosas de Dios. Un gesto que se inscribía en la línea de la tradición profética.
La presencia de los vendedores y de los cambistas en el lugar más sagrado de Israel, podrían ayudarnos a pensar si nuestra relación con Dios está marcada por la gratuidad del amor o por la necesidad de “negociar” la conversión y el perdón. A veces, el corazón habilita espacios de trueque para obligar a Dios a ceder ante nuestros caprichos. Quien negocia con Dios, revela que no conoce su amor.
Una relación comercial con Dios habla de un desconocimiento de su corazón y de una desconfianza en su misericordia. En consecuencia, no es sano ni maduro pensar que se puede “comprar” el amor y el perdón de Dios con buenas intenciones o con prácticas piadosas que intenten disminuir la propia responsabilidad. Mucho menos considerar la posibilidad de “tapar” o “disimular” aquellas situaciones que ponen en evidencia nuestra negligencia en el cuidado del corazón y de sus afectos.
Para una relación sana, madura y honesta con Dios Padre, será necesario reaccionar como Jesús (ante los vendedores y cambistas) frente aquellas realidades del corazón y de la conciencia que puedan habilitar una doble vida, una doble espiritualidad y una doble moral. El “celo” de Jesús nace de su amor filiar al Padre, de saberse Hijo amado en la verdad, y de conocer profundamente el corazón de Dios.
El Templo, signo de Cristo
Lo más significativo del Templo, como lugar sagrado, es ser lugar de encuentro con el Dios paciente, compasivo y misericordioso, que es capaz de consolar nuestras tristezas, perdonar nuestros pecados, corregir nuestros errores y abrazar con misericordia nuestra fragilidad y nuestra miseria.
El corazón de Cristo es el lugar de encuentro por excelencia con el Padre. Sus palabras y sus gestos hacen visible y tangible la misericordia de Dios en medio de la historia de una humanidad peregrina y doliente. Por eso, todas las situaciones de dolor y desesperanza que atraviesan el corazón de la humanidad, repercuten en el corazón de Cristo haciendo un eco eterno en el corazón del Padre.
El Templo era un signo de Cristo y Cristo llevaba a su plenitud la misión del Templo. Para quienes negociaban con Dios, el corazón de Cristo se revelaba como lugar de conversión. Para los pequeños, los pecadores, los pobres, y todos aquellos que eran mantenidos al margen del encuentro con Dios, el corazón de Cristo se ofrecía como lugar de acogida cordial, de consuelo y de compasión.
Los cristianos somos templos de Cristo en medio del mundo y de la historia. Nuestra vocación y misión es ser un espacio sagrado donde las personas puedan encontrarse con el Padre a través de la caridad y de la verdad. Un lugar donde puedan sanar corazones y reconciliarse historias. Un lugar que haga visible que Dios es amor en un Evangelio hecho vida.
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