Tuve el privilegio de estar presente en Roma durante la misa de canonización de nuestra querida Mamá Antula, un evento lleno de gracia y emoción. Quiero compartirles algo de mi experiencia espiritual en esta breve crónica:
Llegué a la plaza muy temprano por la mañana y me encontré con una multitud diversa y alegre esperando para entrar a la Piazza San Pietro. La variedad de idiomas, carismas y vestimentas religiosas reflejaba la universalidad de nuestra iglesia.
Pasado ese primer punto procedí a caminar hacia el templo, donde me indicaron por dónde debía entrar yo, según la entrada que tenía. Conforme seguí avanzando no podía creer que mi entrada se daba por el pasillo central en dirección al baldaquino. Menos aún podía creer cuando me dijeron que mi zona se encontraba a un del altar mayor, justo bajo la pintura de Mama Antula. Tan grande fue mi sorpresa, que una persona que se encontraba en la misma zona que yo, otro argentino, se reía de mi cara de sorpresa y alegría, alegando que él había puesto la misma cara y se había sentido de la misma manera cuando le indicaron donde habríamos de vivir la santa misa.
Como seminarista y artista me es imposible no destacar la hermosura de todo lo que se componía esa maravillosa experiencia que estaba viviendo: El canto de la invocación al Espíritu Santo cantado por un coro bellísimo, el aroma a incienso, la luz del sol que empezaba a entrar por las ventanas. Como si fuera una hermosa película, donde cada cuadro está totalmente buscado y cuidado en su belleza, todo reflejaba la hermosura de la sobriedad de nuestra liturgia romana en su máximo esplendor. Todo era oración, en todo estaba presente la gracia del Espíritu Santo.
Cada detalle de la liturgia resaltaba la belleza y sobriedad de nuestra tradición romana. Desde los dorados que reflejan la luz y la pureza, la blancura de las casullas y el colorido de la vestimenta de los guardias suizos, todo estaba cuidadosamente planeado. Los cinco sentidos hablaban de algo extremadamente Bello, Bueno y Verdadero. Recordé la vida de Mamá Antula, una mujer que dedicó su vida a llevar a otros hacia Dios. Su ejemplo de entrega y cuidado espiritual resonaba en cada momento de la ceremonia. Aquella mujer nacida en 1730 en Silipica, Santiago del Estero y fallecida en 1799 en Buenos Aires, era recordada por toda la iglesia universal. Aquella mujer que para hacer ese recorrido caminó descalza durante miles kilómetros a través de las salinas y bosques, interminables subidas y bajadas. Todo eso para fundar la Santa Casa de Ejercicios Espirituales. La belleza de los cuidados y la atención espiritual que nuestra querida Mama Antula supo dar a los suyos se espejaba en la belleza de tan esplendente liturgia.
El canto de las letanías de los santos nos recordaba la diversidad de carismas y estilos de santidad en la historia de la Iglesia. Letanías que en vez de volverse largas y pesadas, se volvieron una oración profunda e inspiradora. La fórmula de canonización pronunciada por el Papa Francisco fue un momento sumamente emotivo, especialmente al estar dándose todo sobre la capilla de los papas, simbolizando la continuidad de la fe a lo largo de los siglos. En el seno de lo más profundo de la iglesia era proclamada santa María Antonia de San José de Paz y Figueroa.
El resto de la misa fue ya con el corazón rebalsado: en la liturgia de la Palabra se notó la hermosura y universalidad de los idiomas que se fueron sucediendo las lecturas, incluida la lectura del Evangelio en griego, algo habitual en las misas papales que son solemnes en grado supremo.
La liturgia de la eucaristía fue también magnífica: Cientos de sacerdotes presentes concelebrando. Obispos y cardenales, la iglesia entera celebraba la alegría de Cristo Resucitado y presente en el altar. Aunque la basílica estaba llena de gente, el cuerpo de Cristo se nos repartió de manera solemne y dinámica.
Concluía la misa y en el aire se sentía una alegría y emoción que invitaba, y sigue invitando a seguir los pasos de Mama Antula, modelo de fervor y audacia apostólica.
“ Le acompañaban algunas mujeres…”
A lo largo del camino y en algunos pasajes del Antiguo testamento, la Palabra nos ha mostrado el obrar de Dios en la vida de muchas mujeres como Sara y Ana, Noemí y Ruth, Esther y Judith. Pero en los evangelios, San Lucas nos dice en el capítulo 8 que a “Jesús le acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que le servían con sus bienes”.
Le acompañaban algunas mujeres que tuvieron un encuentro personal con Jesús. En el relato se cita a María Magdalena; mirarla a ella considerada apóstol de los apóstoles, a quien Jesús envía a anunciar a los discípulos que había resucitado, es poner la mirada en su historia de salvación. Es testimonio de la obra de la gracia que actúa en nuestra naturaleza y debilidad. Una mujer reconocida como pecadora pública, la cual, postrada a sus pies demostró su amor a Jesús rompiendo el frasco de perfume, bañando con sus lágrimas los pies del Señor y por ese gesto le fueron perdonados sus numerosos pecados porque demostró mucho amor.
María Magdalena, mujer de una búsqueda perseverante. Ella amaba a Jesús, se sabía amada y perdonada, amiga del Señor a quién algunos Padres de la Iglesia la identifican con María de Betania, la que sentada a sus pies lo escuchaba, era esencial cuidar esa intimidad con el Amigo, por eso pudo percibir antes de la subida a Jerusalén que la Hora del Señor estaba cerca y ese gesto de ternura revela el corazón de toda mujer que sabe ser presencia en el dolor, consuelo, sostén y refugio. Mujer que sale de madrugada a buscar al Señor, por lo que esa fidelidad le valió el ser la primera en verlo Resucitado.
A la luz de la palabra, hoy podemos rezar y agradecer el don de ser mujer. Mujeres que siguen a Jesús, que lo sirven con sus bienes espirituales y materiales, pero al mismo tiempo mujeres que han experimentado la misericordia de Dios en su miseria, el perdón de los pecados, la salvación y liberación. Mujeres de una fe grande como la Cananea: “mujer, ¡qué grande es tu fe…!” (Mt 15, 28) Mujeres que fueron levantadas: “Talitá Kum”, “Muchacha, a ti te digo, ¡levántate!” ( Mc 5,28) como la hija de Jairo; mujeres sanadas en sus heridas más hondas, como la hemorroísa, que había gastado dinero en numerosos médicos y que con un acto de fe: “bastará tocar su manto”(Mc 5, 28) quedó curada; mujeres que mendigan amor como la samaritana: “dame de beber”, ( Jn 4,15) y recibió un Agua Viva. Estas mujeres representan la situación de muchas mujeres que caminan siendo sal y luz en medio de lo cotidiano
La mujer por excelencia que supo acoger la Palabra que se encarnó en sus entrañas es María, nuestra madre, quien ha conocido el gozo de la Anunciación, la Encarnación y el Nacimiento de Jesús y al mismo tiempo supo de la angustia al huir a Egipto y al perder el Niño. Conoció el dolor de las partidas de su esposo, San José, y de Jesús en la cruz.
Madre, Mujer, Esposa y Discípula que acompaña el peregrinar de la Iglesia que con su oración y protección sigue cuidando y guiando la vida de sus hijos. Bajo su manto ponemos a todas las mujeres en este día y que Ella nos regale la fortaleza y la sabiduría para seguir a Jesús con disponibilidad de corazón para que Jesús pueda decir de cada una de nosotros: “… todo el que cumpla la voluntad de mi Padre Celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,50)
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