Santa Cecilia es para nuestra iglesia patrona de los músicos, y los poetas, entre otros. Todos sabemos lo esencial que es la música en nuestra vida de fe, no solo porque le da fuerza y una consistencia distinta a nuestras liturgias, sino también porque muchas veces le da “anima”, que es decir alma en latín, a tantas situaciones de nuestra vida cotidiana. La belleza que habita en nuestra liturgia, también está presente en nuestra vida cotidiana.
De una manera u otra todos
tenemos un contacto con la música, en sus infinitamente variados estilos y
artistas, es un elemento común (y aglutinante) de la sociedad contemporánea. Y
es conocida la capacidad que tiene la música, y toda su belleza, llega a ser
esa experiencia del éxtasis (o salida) de Dios en nuestras almas.
Dice el teólogo ortodoxo Olivier Clément que «en el espíritu de la belleza, Dios sale de alguna manera de sí mismo […] y la tierra también se abre y hace florecer el paraíso de tal forma que nada es profano, ni tampoco sagrado».[1] La experiencia de Dios en el arte, también llamada experiencia estética, cuando es tal, está necesariamente habitada por el Espíritu Santo que revitaliza, revivifica y da sentido. Y esto se debe a que la verdadera belleza tiene la capacidad de abrirnos «a otro conocimiento, vivo y gratuito, el del cuerpo, el silencio, el corazón»[2]. Allí, cuando uno hace experiencia del arte y de la belleza, se da una experiencia parecida a los discípulos en el Monte Tabor. En la transfiguración Dios mismo se revela en su gloria tal cual es. Y esa gloria es de tal potencia que no podemos contemplarla plenamente, nos desborda de tal manera que solo alcanzamos a percibir un primer reflejo de ese amor inmenso de Dios por cada uno de nosotros.
La belleza y esa capacidad de encontrarla es una realidad común a todos los hombres. Desde mi experiencia como músico experimental puedo aseverar que para recibir y hacer propia una obra de arte no se trata de muchos años de estudio, sino solamente tener un corazón, tiempo y disponibilidad. Todos poseemos el “órgano” espiritual para poder contemplar la belleza, ese órgano que es tan del espíritu como de las capacidades intelectuales pues requiere nuestra atención.
El hábito de abrirse a percibir la belleza en el arte lleva al habito de abrirse a la presencia de Dios que está presente en toda la realidad cósmica. Muchas veces caemos en que sólo los monjes y monjas de clausura están llamados a poder disfrutar y encontrar a Dios en el silencio habitado de un paisaje sonoro de una naturaleza tan sutil como hermosa. Encontrar la belleza sonora de lo que nos rodea es una posibilidad abierta a todos. Es un regalo y don que está destinado para todos. Pues es una forma de abrirse al Espíritu Santo, que es Dios, que no solo es la Verdad y la Bondad, sino que también es la Belleza.
Este don, se convierte en Regalo de unidad de la mano de santa Cecilia. Pues la experiencia de la belleza es una experiencia de Dios que busca y quiere unidad, no solo entre los cristianos, de las mismas y distintas iglesias y denominaciones, sino en la humanidad entera. Es una pequeña expresión del ruego del Señor al Padre en la oración sacerdotal, cuando le pide “que todos sean uno”. La belleza es el meta-lenguaje del amor, pocas cosas puede unir tanta gente, haciendo realidad la unidad en la diversidad, tanto religiosa, nacional como política y social.
La belleza también puede ser
experiencia de Resurrección, en la medida en que uno se abra a la presencia del
Espíritu que pasa a habitar en cada uno de nosotros cuando le abrimos la
puerta. Testimonio de esto lo encontramos en una pequeña pero hermosa poesía
del poeta argentino Jacobo Fijman. Esta poesía de su juventud es previa a su
conversión puesto que Fijman era de origen judío y más tarde se convierte al catolicismo.
Muchos años de un inmenso sufrimiento por sufrir distintas crisis debido a
algunas patologías psiquiátricas, no le impiden abrirse y reconocer esa belleza
que como bien dice el escritor ruso Fiodor Dostoievsky, «Solo la belleza
salvará al mundo»
"Resurrección" (1923) -
Jacobo Fijman
Tiene mi propia luz,
mi propia huella,
En harmonía extraña
con la estrella,
Celeste flor lejana,
ardiente y pía.
Y en el tono menor de
la tristeza
La hermana luz, la
hermana forma canta
Canta, anuncia cual
buena nueva santa,
La resurrección de la
belleza