Hoy, 12 de septiembre, se celebra el Santísimo Nombre de la Madre de Dios: “María”. Se recuerda el inefable amor de la madre de Dios, hacia su santísimo Hijo y su figura de madre del redentor es propuesta a los fieles. Su nombre debe ser venerado y pronunciado con devoción filial y confianza. El hecho de que la Santísima Virgen lleve el nombre de María es el motivo de esta festividad, instituida con el objeto de que los fieles encomienden a Dios, a través de la intercesión de la Virgen María, las necesidades de la iglesia, le den gracias por su omnipotente protección y sus innumerables beneficios, en especial los que reciben por las gracias y la mediación de la Virgen María.
De las homilías de san Bernardo, abad, sobre las excelencias de la Virgen
Madre:
El evangelista dice: “Y el nombre de la Virgen era María”. Digamos algo a
propósito de este nombre que, según dicen, significa “estrella del mar” y que
resulta tan adecuado a la Virgen Madre. De manera muy adecuada es
comparada con una estrella, porque, así como la estrella emite su rayo sin
corromperse, la Virgen también dio a luz al Hijo sin que ella sufriera merma
alguna. Ni el rayo disminuyó la luz de la estrella, ni el Hijo la integridad de la
Virgen. Ella es la noble estrella nacida de Jacob, cuyo rayo ilumina todo el
universo, cuyo esplendor brilla en los cielos, penetra en los infiernos, ilumina la
tierra, caldea las mentes más que los cuerpos, fomenta la virtud y quema los
vicios. Ella es la preclara y eximia estrella que necesariamente se levanta
sobre este mar grande y espacioso: brilla por sus méritos, ilumina con sus
ejemplos.
Tú, que piensas estar en el flujo de este mundo entre tormentas y
tempestades en lugar de caminar sobre tierra firme, no apartes los ojos del
brillo de esta estrella si no quieres naufragar en las tormentas. Si se levantan
los vientos de las tentaciones, si te precipitas en los escollos de las
tribulaciones, mira a la estrella, llama a María. Si eres zarandeado por las olas
de la soberbia o de la ambición o del robo o de la envidia, mira a la estrella,
llama a María. Si la ira o la avaricia o los halagos de la carne acuden a la
navecilla de tu mente, mira a María. Si, turbado por la enormidad de tus
pecados, confundido por la suciedad de tu conciencia, aterrado por el horror
del juicio, comienzas a ser tragado por el abismo de la tristeza, por el
precipicio de la desesperación, piensa en María.
En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a
María. No la apartes de tu boca, no la apartes de tu corazón y, para conseguir
la ayuda de su oración, no te separes del ejemplo de su vida. Si la sigues, no
te extraviarás; si la suplicas, no te desesperarás; si piensas en ella, no te
equivocarás; si te coges a ella, no te derrumbarás; si te protege, no tendrás
miedo; si te guía, no te cansarás; si te es favorable, alcanzarás la meta, y así
experimentarás que con razón se dijo: “Y el nombre de la Virgen era María”
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