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domingo, 14 de marzo de 2021

4° Domingo de Cuaresma - Homilía del Cardenal Eduardo Pironio




2 Cro 36,14-16.19-23 / Sal 136 / Ef 2,4-10


Evangelio según San Juan 3,14-21.

Dijo Jesús: De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.» El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.

Homilía del Cardenal Eduardo Pironio (17 de Marzo, 1985)

Nos estamos acercando hacia la Pascua. Misterio central en nuestra vida cristiana, en nuestra vida de consagrados, porque nuestra vida, en definitiva, es una alegre y serena proclamación de que Cristo murió y resucitó. En la oración que acabamos de recitar hemos pedido al Señor que nos ayude a fin de que con fe viva y entrega generosa podamos disponernos a celebrar la Pascua ya muy cercana. Con fe viva y entrega generosa. O sea, viviendo en la luz, realizando la verdad, como dice Jesús en el Evangelio de hoy. Aceptando a Jesús, el enviado del Padre, el que vino para reconciliar al mundo con el Padre. Entrega generosa sobre todo en la caridad. Todo el camino de la Cuaresma está marcado por la caridad, la oración, la conversión.

Este domingo es un domingo particularmente lleno del gozo, de la confianza de la redención; antiguamente se llamaba el domingo de la alegría, domingo laetare. La antífona de entrada comienza así: festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría. Porque llega la Pascua, llega la redención. Todo el camino de Cuaresma debió ser un camino de alegría muy serena, muy honda, mucho más honda, mucho más fuerte, mucho más solemne que la alegría de la navidad. Estamos caminando hacia la plenitud de la navidad que es la Pascua. La encarnación de Jesús es encarnación redentora y tiene su punto final en el misterio de la muerte y la resurrección de Jesús, en el misterio de su exaltación.

El evangelio de hoy precisamente empieza con esa exaltación de Jesús. Jesús habla con Nicodemo y le dice: lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre para que todo el que cree en Él tenga vida. Es el misterio de la exaltación de Jesús hecho siervo, hecho hombre, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Y por eso el Padre lo glorificó, lo exaltó, dándole un nombre superior a todo nombre, como nos dice Pablo en la carta a los Filipenses. Ilumina este domingo de la alegría la imagen pascual de Jesús levantado en la cruz para nuestra redención, para nuestra vida.

Entre tanto, de las lecturas que acabaos de hacer ¿cuáles son las ideas principales? Primera y fundamentalísima el amor gratuito, inmenso, exagerado de Dios. Amor exagerado de Dios. Lo dice Jesús en el evangelio: tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo, dio a su Hijo. El Hijo es el don del Padre así como el Espíritu Santo es el don del Hijo. Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo no para condenar sino para salvar, lo dio para que no perezca ninguno sino que todos tengan la vida eterna.

Todo el misterio de la semana santa, el misterio sobre todo de los días santos, del triduo santo, todo el misterio pascual tiene que estar iluminado con esta expresión tan simple. Hay almas que pasan años y años meditando esta expresión y de ahí no pueden salir. Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo no para condenar sino para salvar. Es el amor gratuito de Dios que aparece también en la segunda lectura, la carta a los Efesios: Dios rico en misericordia. La misericordia supone la miseria. Mirando nuestra miseria, por el gran amor con que nos amó -es decir por el excesivo amor con que nos amó- estando todavía nosotros muertos en el pecado nos ha hecho revivir con Cristo. Por pura gracia habéis sido salvados, es un amor gratuito. Y nos ha resucitado con Cristo y nos ha sentado en el cielo con Él.

Es interesante ver que el misterio realizado por Jesús ya está realizado por el Bautismo en nosotros. Por el Bautismo también nosotros vivimos, hemos sido resucitados y estamos sentados en el cielo ya. Así muestra Dios en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Damos gracias hoy al Padre por su amor gratuito y por esta vida que ya está plantada en nosotros, por este cielo que ya está sembrado en nosotros. Vivimos resucitados, sentados a la derecha del Padre.

Y sigue todavía -por si nos queda duda- San Pablo a explicarnos que el amor de Dios es gratuito: estáis salvados por la gracia, mediante la fe. No se debe a vosotros sino que es un don de Dios. Es para saltar de alegría al pensar este amor misericordioso del Padre que en Cristo Jesús nos recrea, nos hace nuevos. Tampoco se debe a las obras para que nadie pueda presumir. Somos pues obra suya.

Entonces nos viene ciertamente a la memoria aquella imagen del profeta Jeremías que Dios nos hace como una arcilla que la modela a su gusto, nada mas que ahora nos ha modelado en Cristo Jesús. Somos obra suya. ¿Por qué? Porque Dios nos ha creado en Cristo Jesús. Esa es la primera idea fundamentalísima: Sentirnos amados profundamente por el Padre en Cristo y dejarnos amar por Él.

La segunda idea es la idea de la vida, de la vida nueva que hay en nosotros, de que somos creación nueva. En las invocaciones penitenciales recordábamos que hemos sido hechos nueva creatura por el agua y por el Espíritu Santo. El Bautismo nos hace creación nueva. Aquí Pablo dice que Dios nos ha creado en Cristo Jesús. Es una expresión que aparece mucho en Pablo: que somos creación suya. En 2 Co 5 nos dice que el que está en Cristo es una creación nueva, todo lo viejo pasó, quedó hecho el hombre nuevo. Somos creación nueva.

Y esta creación nueva, ¿cómo se da? Hemos vivido en Cristo, resucitado con Cristo y ya sentados con Él en el cielo, es decir, ya estamos glorificados. Por eso san Pablo nos dirá en la Carta a los Romanos que Dios a aquellos que amó los predestinó, a los que predestinó los llamó, a los que llamó los justificó, y a los que justificó los glorificó. O sea, sin esperar la llegada al cielo, ya estamos glorificados en la tierra porque en definitiva el cielo es Dios y Dios ya está en nosotros. Porque la vida eterna ya ha sido plantada en nosotros por el Bautismo. Vivimos la vida eterna.

Es Jesús el que nos está diciendo en el evangelio de hoy: tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo para que no perezca ninguno de los que crean, sino que tengan la vida eterna, ya ahora. Es una constante: el que cree en Él no será condenado, el que no cree en Él ya está condenado porque no tiene la vida. El que cree tiene la vida. Es una constante en el evangelio de Juan esta expresión: el que cree tiene la vida. El que come mi carne tiene la vida. Somos una nueva creación.

Hoy al mismo tiempo que damos gracias al Padre por su amor gratuito damos gracias por esta alegría inmensa de la vida nueva, de la creación nueva en nosotros por el Bautismo.

Pero ¿qué exige de nosotros esta creación nueva? Es la tercera idea. Vivir obrando la verdad. Es decir, vivir como hijos de la luz. Es Jesús el que nos habla hoy de la luz en el evangelio. Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz. El que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz. En cambio el que realiza la verdad se acerca a la luz. O sea, se trata de acoger por la fe a Jesús que es nuestra luz. Si hay todavía tanta sombra, tanta tiniebla, tanta angustia en nuestro interior es porque no ha entrado profundamente Cristo que es la luz. Dejemos que Él entre. El Padre es el que ha encendido esta luz en nuestros corazones. Dejemos que nos ilumine. Pero aceptemos a Cristo por la fe. Dejemos que entre por la fe. Pablo dirá en la Carta a los Efesios que Cristo habita por la fe en nuestros corazones. Aceptemos, acojamos a Cristo por la fe y obremos conforme a esta luz.

El amor del Padre gratuito que nos redime y nos hace vivir en Cristo Jesús. La vida nueva, nueva creación en Cristo, los que caminan ahora en la fe hacia la luz, desde la luz, con la luz adentro. Ya la primera lectura nos hablaba de este amor del Padre que nos hace nuevos, nos recrea, nos libera. La primera lectura es hermosísima. Dios que castiga al pueblo por su infidelidad y lo pasa a la esclavitud de Babilonia. Segunda gran esclavitud. Primero la de Egipto, segundo la de Babilonia. Jeremías el profeta anuncia el castigo y llama en la esperanza a la conversión. Aquí es llevado a Babilonia.

El Salmo responsorial nos cuenta hermosísimamente cómo los deportados, los exiliados en Babilonia no pueden cantar: que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti, junto a los canales de Babilonia nos pedían que cantáramos, ¿cómo vamos a cantar un canto a Sión en tierra extranjera? Entonces Jeremías el profeta sigue ahondando esta esperanza y llega el momento en que Ciro, rey de Persia, los libera en nombre del Señor -Moisés los había liberado en el nombre del Señor en Egipto- y los lleva otra vez a la ciudad rehecha, al templo, a Jerusalén. El amor gratuito de Dios.

Demos gracias al Señor y que nos preparemos así para esta Pascua. Yo deseo de todo corazón una Pascua nueva, una Pascua muy honda, muy feliz. La Pascua en cierta manera que prepare en nosotros el encuentro definitivo, la Pascua definitiva. Nos lo conceda el Señor por medio de María, la que nos dio a Jesús, el Verbo encarnado.



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