Este domingo la Iglesia realiza la IV Jornada Mundial de los Pobres. Como cada vez que Francisco se refiere a los últimos, no faltarán quienes se pregunten con sinceridad: ¿a dónde apunta?, ¿acaso no es un comunismo o un socialismo con un nuevo formato? Desde hace pocos años se empezó a usar la noción de pobrismo. Quienes la utilizan parecen referirse a una actitud de exaltación indebida de la pobreza que -bajo un manto piadoso- lleva a mantener a los pobres en la miseria con el fin de manipularlos políticamente. No faltan quienes ven este vicio en la prédica de la Iglesia, especialmente en el pontificado de Francisco.
Lo primero que hay que reconocerle al papa actual es que es
el único líder internacional de peso que impulsa una agenda con los problemas
de fondo de la convivencia humana: cuidado de la tierra, paz mundial, solicitud
por los “descartados” de la sociedad, el drama de los migrantes, etc.
La existencia de pobres en sociedades donde abundan los
recursos representa una poderosa interpelación ante la que nadie puede permanecer
indiferente. Sus luchas cotidianas, visibles en nuestras calles, buscando
sobrevivir con lo que los demás descartamos, es una denuncia de la injusticia
estructural de nuestro sistema de convivencia. Todos tomamos -consciente e
inconscientemente- una actitud ante esa “anomalía” de nuestra vida comunitaria.
Para entender la postura de Francisco hay que verla en el
marco de la enseñanza de la Iglesia. El corazón de la fe que anunciamos habla
de un Dios que se hizo hombre en Jesucristo. Pero esta encarnación tiene una
peculiaridad: el Hijo de Dios no vino al mundo en un palacio, ni siquiera en
una humilde habitación. Nació en un establo, como los hijos de los más pobres. Ese
sólo hecho tiene mucho para decirnos si lo dejamos trabajar en nuestro corazón.
Toda la vida de Jesús se desarrolló en el mundo de los pobres. Su prédica habla
de un Dios que ama especialmente a los que la sociedad desprecia.
La Iglesia cuando se acerca al pobre lo hace desde una perspectiva
muy concreta: desde Cristo. Mirándolos desde ahí, los pobres no son
primeramente personas que carecen de los bienes del desarrollo moderno. En
ellos hay una misteriosa presencia de Cristo que pide ser amado. Él lo dijo
expresamente: “tuve hambre y me diste de comer”. Esto no quita que se
ame a cada uno en sí mismo. Allí radica la dignidad más profunda de los últimos.
Bien lo entendió una
santa de nuestro tiempo, Teresa de Calcuta, que supo amar a Cristo en los
murientes. Ella decía: “necesitamos
la profundidad de los ojos de la fe para ver a Cristo en el cuerpo roto y en
los vestidos sucios, bajo los cuales se esconde el más bello de los hijos de
los hombres”.
Cuando Francisco habla de los pobres lo hace primeramente
desde esta perspectiva teológica. La raíz de su planteo está en un plano
distinto de las cuestiones coyunturales propias de la problemática de la
pobreza. Por supuesto que no son planos desconectados. A la Iglesia le interesa
todo lo que tenga que ver con aliviar el sufrimiento de los pobres.
Especialmente la tan largamente esperada justicia social.
Quienes tildan a Francisco de pobrista seguramente no
entienden esta distinción de planos. El llamado del papa a ocuparnos de los
pobres no nace de un marco ideológico estrecho sino de la convicción de que el
mismo Cristo nos envía a amarlos preferencialmente. Para el papa es claro: “el
amor a los pobres está en el centro del Evangelio”.
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