En las primeras décadas del siglo pasado se comenzó la
fabricación en serie de automóviles y esto cambió para siempre el modo en que
la humanidad se desplazaría. El entusiasmo general ante esta maravilla de la
técnica pronto encontró una sombra: los accidentes de tránsito. Cuentan que las
primeras muertes, a la asombrosa velocidad de 7 km/h, causaron una gran
impresión en la sociedad. Seguramente no faltó quien declamara que todo el
progreso del mundo no vale una vida. Pero la historia siguió su curso y la
relación costo beneficio resultó ampliamente favorable para los vehículos a
motor. Hoy son el principal medio de desplazamiento en todo el planeta y
convivimos con el hecho de que -según la OMS- cada año mueran 1,25 millones de
personas en siniestros viales o que en un país como Argentina sean la primer
causa de muerte de jóvenes.
Tal vez algo análogo esté sucediendo en nuestro tiempo con la
irrupción de internet en nuestras vidas. No pasó un cuarto de siglo desde que
se popularizó en nuestro país y ya hace tiempo que sentimos que nos cambió para
siempre. Diariamente llevamos en el bolsillo la posibilidad de conectarnos con
quien sea, de escuchar cualquier música, de leer cualquier libro, de mirar
cualquier película, de hacer cualquier pregunta. En la actual crisis sanitaria
mundial esa capacidad de conectarnos resultó una verdadera bendición. Cuesta
imaginarnos una cuarentena sin internet.
Pero nada es perfecto. Y el brillo de un beneficio innegable
no nos dispensa de analizar sus costos. Un ejemplo muy actual en tiempos de
pandemia es el teletrabajo. A la vez que mostró enormes posibilidades dejó
expuesta una tendencia a invadir la intimidad de la vida familiar. Tanto que en
las regulaciones que están apareciendo se contempla el derecho a la
desconexión digital.
Pero ahora queremos llamar la atención sobre otra cosa:
¿cómo influye internet en nuestra vida interior? O mejor: si su uso transformó
nuestra subjetividad, ¿qué espacio tiene la vida interior en el naciente homo
interneticus?
Al hablar de vida interior nos referimos a esa dimensión de
lo humano en que se vive para adentro. No es sólo el recogimiento de los
sentidos, ni lo que percibe la conciencia. Es todo lo que se da en el corazón.
Es el núcleo de sentido, la fuente de energía, el espacio donde maduran las
convicciones que conducen nuestra vida. Es también el lugar donde nos religamos
con Dios, en el que buscamos contemplar -como diría San Juan de la Cruz- los
ojos tan deseados que tengo en mis entrañas dibujados.
El papa Francisco en su encíclica Laudato Si’
explica que el daño que le estamos haciendo al planeta tiene una de sus raíces
en la globalización del paradigma tecnocrático. En palabras
sencillas: nos acostumbramos a tratar a la naturaleza como si fuera una
máquina. La vida tiene sus ritmos, la tecnología otros. Un robot puede trabajar las
veinticuatro horas, una persona no. La tierra nos ofrece sus frutos, pero
necesita tiempo.
Algo parecido nos puede pasar con el arraigo del uso de
internet en nuestro ritmo vital. Nos acostumbramos a una velocidad de vértigo y
nuestro espíritu necesita su tiempo para asimilar lo que recibe. La sabiduría va
madurando en un lento proceso de acumulación de sentires y vivencias. Vivir en un torbellino de distracciones nos hace seres
superficiales y -por tanto- fácilmente manipulables. No hay que ser ingenuos y
olvidar que el fin principal de internet es comercial. Google antes que un
fabuloso oráculo es una enorme empresa de publicidad. La lógica comercial se
lleva mejor con personas que deciden, no según convicciones profundas, sino impulsados
por sus emociones. Se propone como ideal de felicidad el vivir saltando de una
distracción en otra. “Hay que divertirse, la vida es corta” se dice, y no
reparamos que con ese eslogan además de corta se la hace estrecha. La
vertiginosa estimulación que recibimos de internet ayuda a que -desde pequeños-
naturalicemos la lógica de consumo (“niños de pantalla bienvenidos al
mercado” cantan Ciro y los Persas).
Estas consideraciones podrían extenderse y presentar matices,
pero con lo dicho hasta aquí alcanza para entender el punto que queremos
destacar: la tecnología -hoy omnipresente en nuestras vidas- no favorece la
vida interior y eso, que tantos riesgos nos trae de vivir una vida menos
humana, tiene también sus peligros para nuestra vida de fe. La fe es ante todo una entrega a Dios. A un Dios que nos amó
primero, sin ningún mérito de nuestra parte. Es una fuerza que nos impulsa a
dar un salto hacia Dios en un movimiento de respuesta a su amor y que lleva a
amar a los que Dios ama, a todos. Ese encuentro y ese movimiento de amor toma
toda la persona, pero nace de lo más íntimo del corazón. Tener sepultada la
vida interior por una saturación de estímulos deja a la fe sin raíces. Vivir
corriendo tras los impulsos emocionales nos condena a una fe superficial, a buscar
permanentemente emociones religiosas, a vivir con apenas un barniz de
cristiano.
La vida humana tiene sus ritmos. Y necesita cuidado para su
desarrollo. Es muy útil viajar a 120km/h, pero esa velocidad me puede costar la
vida si no me cuido. Lo mismo vale para mi espíritu. Mi vida interior necesita
que la cuide y en el bolsillo llevo un enchufe a un ritmo que puede
empobrecerme como persona y como cristiano. Los evangelios cuentan que Jesús
después de atender a una multitud y alimentarlos con cinco panes y dos pescados
se retiró a la montaña a rezar. Como le escuché decir a
un joven amigo, Jesús sabía ponerse en modo avión…
Autor: P. Quique Bianchi (diócesis: "San Nicolás de los Arroyos" - Buenos Aire)
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