Hoy, 8 de mayo, es el día de la Virgen de Luján, patrona de la Argentina. Hace ya casi 400 años que quiso quedarse entre nosotros. Ella se quedó en la pampa argentina para brillar irradiando vida hacia los cuatro puntos cardinales. El lugar que eligió era muy humilde: el medio del campo, donde todo era peligroso en esos tiempos y apenas vivía un puñado de gente de vida muy sacrificada. Hizo detener junto al río Luján la carreta y se quedó allí para siempre protegiendo a todos los que vengan a cobijarse bajo su manto. Ella puso su ojos en esos humildes hijos suyos, miró con misericordia sus luchas cotidianas para vivir y quiso empezar algo muy grande desde ellos. Ella, con su mano de madre fue formando una patria con los hijos que venían a ponerse bajo su mirada.
Lo primero que hizo fue tomarse para sí el más humilde de sus hijos, un negro esclavo llamado Manuel. Él se dejó tomar el corazón, se enamoró hasta el tuétano de esa Virgencita que cuidaba a aquellos campesinos. La tenía limpia, alumbrada y con flores y atendía a los devotos que visitaban la pobre ermita. Alma, vida y corazón le entregó para cuidarla, y Ella lo cuidaba a él.
En ese entonces, Buenos Aires era apenas un caserío polvoriento. Entre sus habitantes, muy pronto creció la fama de esta sencilla Imagen de la Concepción Inmaculada que estaba en un humilde ranchito en el campo. Era muy milagrosa esta Virgen, se decía. Al poco tiempo ya recibía devotos de muchos lugares. Como un hilo de agua que nace en los cerros y en el valle se transforma en caudaloso torrente, con los años se fue engrosando el número de peregrinos y se convirtió en este río vital por el que han pasado tantas generaciones de argentinos.
En los orígenes más remotos de nuestra patria, Ella ya estaba ahí, brillando e irradiando vida. Fue atrayendo a sus hijos y moviendo sus corazones para hacerlos más hermanos. Ella fue lentamente formando un pueblo. En los momentos más difíciles de nuestra historia estuvo presente. Ya tenía dos siglos en estas tierras cuando ocurrieron las invasiones inglesas. Fue bajo su manto donde se refugiaron algunos patriotas junto a Pueyrredón para organizar la reconquista. A falta de uniforme llevaron para identificarse lo que se llamaban “medidas de la Virgen”. Éstas eran unas cintas celestes y blancas -el color del manto de la Virgen- que medían lo mismo que la altura de la milagrosa Imagen. Era algo que acostumbraban a usar los devotos para sentirse protegidos por Ella.
En 1810, a pocos días de la Revolución de Mayo, cuando Belgrano tuvo que ir al norte como improvisado general, pasó por Luján con su ejército a poner bajo los pies de la Madre la patria que nacía. Seguramente tuvo muy presente su figura al elegir los colores de nuestra bandera. En las dos batallas más importantes de Belgrano, y decisivas para la Independencia, tuvo su protagonismo la Virgen. La batalla de Tucumán en 1812 fue para el General un triunfo de la Virgen de la Merced y a Ella le entrega su bastón de mando apenas terminada la refriega. A los pocos meses obtiene un triunfo resonante frente a los españoles en Salta. Dos de las banderas tomadas a los enemigos son enviadas al santuario de Luján, para que el pueblo las vea y al mirarlas le agradezca a la Virgen la protección con que Ella animaba este nuevo sueño de libertad.
La historia de la Virgen de Luján está muy compenetrada con nuestra historia. Por eso fue nombrada patrona de la Argentina. Ella comenzó como nuestro patria, humildemente, desde los más pobres. Pero fueron pasando los años y con esa atracción de Madre fue congregando un pueblo que hoy abarca a todo un país y hasta una Patria Grande.
Ella, como buena Madre, nos quiere hermanos. Hoy en su día, pidámosle que nos ayude a vivir eso que enseña el Martín Fierro cuando dice “los hermanos sean unidos”. Que al ponernos como hijos ante la ternura de su mirada nos mueva el corazón y nos muestre los caminos para construir una patria donde entren todos.
P. Quique Bianchi, diócesis de San Nicolás de los arroyos - Buenos Aires
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