"Un silencio que habla, una ausencia que abraza, un abandono que salva"
"La lagrima de Dios Padre en la pasión del Hijo" |
Queridos amigos:
El viernes santo es el centro del Triduo Pascual, el día en que por escena tenemos el Gólgota, por escenografía la cruz y por protagonista de este irrepetible drama a Jesús, el “Rey de los judíos”. Es de los tres días la estampa más lúgubre, oscura y sombría, en la que el drama se tiñe de llantos, los gritos sacuden y aturden, la muerte invade amenazante. El viernes santo es la bisagra entre la amistad cálida y compartida de una “última cena” y la manifestación portentosa y poderosa de una piedra que deslizándose deja entrever, velada y misteriosa, la victoria de la cruz. Entre la amical cena del jueves que ya ha pasado y la admiración del domingo de Pascua que esperamos, hoy clavamos las raíces de nuestras rodillas en el madero del viernes santo de la cruz. Un día en que la tierra tiembla y el cielo se estremece, los altares están desnudos, los sagrarios vacíos, las imágenes tapadas, las luces apagadas, y particularmente en este tiempo de pandemia, los templos cerrados y despoblados. Es el único día del año en que el sacrificio eucarístico de la misa no se celebra en toda la faz de la tierra.
Contemplemos e imaginemos por un instante el proscenio de la cruz: Jesús clavado en los extremos de sus manos y sus pies; la sangre vertía torrencialmente desangrándose; su piel flagelada cubierta de llagas; tendones abiertos teñidos de polvo; su cabeza coronada de finas y puntiagudas perlas llamadas espinas; su cuerpo desnudo, vulnerado, expuesto a las miradas burlonas de algunos y a la vista de otros que con mediocre vergüenza lo miraban y que Él con amor los perdonaba. Su corazón roto, herido, traspasado. Esta es la historia de un drama que tiene por protagonista a un rey aparentemente destronado. Muerto en el más rotundo silencio desesperado; en el impotente abandono de los amigos; en el sádico silencio de su Padre.
Amigos si este es el proscenio, si así está escrito el drama, y el protagonista es la cruz de quien en silencio entrega su vida, sufriendo la traición y la ausencia de sus amigos y la entrega de su propio Padre ¿qué es lo que hoy celebramos? ¿Qué podemos celebrar con este panorama? ¿Hay algo para celebrar? Yo diría que sí, más aún, hoy es un día en el que no podemos los cristianos dejar de celebrar y agradecer. ¿Por qué? Porque hoy, misteriosa y paradójicamente celebramos, no solo el regalo de la salvación que Jesús nos entrega con su muerte. Hoy, viernes sombrío de la cruz, recibimos otro regalo. ¿Cuál? El regalo del Padre. ¡Así es amigos! Hoy con la muerte del Hijo recibimos un nuevo y definitivo Padre. Es que en este drama de la cruz hay dos protagonistas: Jesús, el Hijo que se entrega al Padre, y el Padre, que abandona y entrega a su Hijo. Por eso dice San Pablo: Dios no perdonó ni a su propio Hijo;antes bien, lo entregó por todos nosotros (Rm 8, 32).
Pero si esto es así, inevitablemente surge la pregunta ¿Qué tipo de Padre es Dios que no perdonó a su Hijo? ¿Qué tipo de Padre es Dios que fue capaz de entregar a su propio y único Hijo al horror de una muerte injusta, inicua e infame? ¿Quién es este Dios que ante el grito de Jesús en la cruz, prefirió el silencio; ante el sufrimiento de su Hijo, prefirió la ausencia; y ante el clamor de la entrega, prefirió abandonarlo? Amigos… ¿qué tipo de Padre podemos recibir hoy, si fue Él mismo quien lo entregó? Vistas así las cosas, más que un Padre, pareciera ser un monstruo desalmado, sanguinario y cruel malvado, un mísero castrador y castigador, que pareciera estar en el cielo, cómodo y solitario, contemplando el escenario de su Hijo desfigurado, como única paga de todos nuestros pecados. ¿Esto es así realmente? Rotundamente NO.
El Padre no es un Dios que desde lejos y escondido, ajeno y lejano, miraba como pasivo espectador, el proscenio sangriento y desgarrado de su Hijo en el camino de la cruz. No. Padre e Hijo estaban unidos en la pasión. Juntos fueron a la cruz, juntos fueron escupidos, burlados, denigrados y azotados. Juntos, caminaron y cargaron el leño pesado del marrón amaderado de la cruz. Juntos sangraron gota tras gota hasta expirar el último suspiro y respiro de la muerte. Es aquí, en el instante decisivo de la cruz, donde la suprema trascendencia del Padre y la kénosis (anonadamiento) inmanente del Hijo se tocan, se rozan, se abrazan.
Los brazos de la cruz fueron los brazos del Padre. Los extremos de la cruz fueron sus manos paternales. Más que a los brazos de la cruz, Jesús está firmemente clavado en el tierno y dilatado regazo del Padre. Y desde ese eterno e inefable abrazo entre la carne del Hijo y el madero del Padre, fluye y brota el más puro y poderoso amor capaz de sanar las heridas del Hijo y enjugar las lágrimas del Padre: el Espíritu Santo. En la cruz, el Hijo experimenta el mayor suplicio que es el abandono del Padre; pero a su vez, en el extremo de ese abandono, Padre e Hijo viven la mayor cercanía de la historia, el eterno instante en que Jesús cumple y entrega su misión al Padre. Así, hay agónica lejanía en la muerte y gozosa comunión en la misión. Es aquí, en la debilidad y sufrimiento de la cruz donde el Padre se revela como Soberano y en la aparente derrota de la muerte donde se revela como Todopoderoso. Por ello, el silencio del Padre nos habla, su ausencia hoy nos abraza, y su abandono nos salva.
Hoy viernes santo celebramos la pasión del Hijo y la pasión de un Impasible que es el Padre. Un Dios Todopoderoso capaz de sufrir, no por carencia de su ser sino por la abundancia de su Ser, que es el amor. Ésto es lo que significa que “Dios no perdonó ni a su propio Hijo”. Acaso ¿hay mayor amor que el de un padre por su hijo? ¿Hay mayor dolor que el de un Padre ver morir a su Hijo? Es esto lo que vivió, entregó y sufrió Dios con su Hijo y sigue sufriendo con nosotros sus hijos. Donde hay sufrimiento Dios nos acaricia, donde hay silencio Dios nos habla con ternura; donde hay soledad y ausencia Él nos acompaña, donde hay debilidad Él puede salvarnos; donde hay cruz y muerte Dios pone amor. Él es el Dios que sufre por amor en la cruz y que sufre con la cruz de cada hombre por amor.
Amigos, como dice el refrán: “amor con amor se paga”. Por ello, ante tanto amor en la cruz solo podemos responder con amor. Eso es lo que la liturgia nos propone mediante el gesto de la adoración de la cruz con un beso, y no hay pandemia ni aislamiento social que impida responder al Amor con un beso de amor. Por ello te propongo en este día lo siguiente: toma una cruz; mírala detenidamente y contempla al crucificado; intenta ver en el madero de la cruz los brazos amorosos del Padre que sostienen y acogen la entrega de su Hijo; contempla su amor y respóndele con un beso a la cruz.
Pero… ¡ojo! No te apresures ni lo hagas ligeramente. Recuerda que también con un beso Jesús fue traicionado. Te invito a que antes de besar la cruz te preguntes ¿cómo es mi beso a la cruz? ¿Cómo beso la cruz de cada día? ¿Será un beso amoroso, confiado y tierno de un hijo a su Padre, o el triste y trágico beso de un mísero traidor? ¿Será el verdadero beso de adoración o el beso del pecado que sigue martillando y matando al amor?
¿Cómo será tu beso?
Padre Sergio Romera, Arquidiocesis de San Juan de Cuyo
Otras publicaciones del autor, en este blog:
"Los colores de Semana Santa" - P. Sergio Romera
¿POR QUÉ CREO EN DIOS? - P. Sergio Romera
¿En qué Dios yo creo? - P. Sergio Romera
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