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ace unos días, al terminar la última misa en uno de los
pueblos de las Hurdes (Extremadura, España), al salir de la iglesia se me
acercó un joven español de unos 24 años aproximadamente. Había estado presente durante
la celebración en uno de los últimos bancos del templo. David, un tanto
dubitativo y con cara de nerviosillo me dijo: “Disculpe Padre ¿le puedo hacer
una pregunta?”. Por supuesto, le dije. De forma concisa y lacónica David
replicó: “Usted Padre, ¿por qué cree en Dios?”. Inmediatamente, y por poco a
borbotones, pensé en darle las usuales respuestas y las típicas razones que los
cristianos solemos dar casi por inercia desde una estúpida actitud apologética.
Pero en ese mismo instante, la pregunta de David que podía parecer superflua e
ingenua, caló tan hondo en mí que se transformó en un interrogante sumamente
profundo y extremadamente delicado. No es mi intención relatar el largo diálogo
que tuvimos con David con la sola mediación de un par de cañas en el bar del
pueblo. Pero sí quisiera responderme a mí mismo esta fontal pregunta que muchas
veces nos hacen y que pocas veces, con seriedad y absoluta honestidad, somos
capaces de hacernos a nosotros mismos.
Creo que la mayoría de las veces
quienes nos decimos ser cristianos estamos tan convencidos de nuestra fe que ni
siquiera nos tomamos el trabajo de cuestionar o al menos de pensar lo que
creemos. Hacemos de la fe y de Dios algo que defender, justificar y demostrar
olvidándonos que en realidad Dios es alguien al que más que demostrar en su
existencia debemos mostrar que es capaz de ser creíble. Más que demostrar la
existencia de Dios estoy convencido que lo realmente importante es mostrar que
Dios es alguien verdaderamente creíble. Esto fue lo primero que David con su
pregunta me enseñó. Aun cuando aparentemente no se cree, o se está lejos de
Dios y de la religión, e incluso cuando la crítica va dirigida a lo
estrictamente eclesiástico, la pregunta por Dios sigue siempre latente y
patente en el corazón del hombre, incluso, en el más reo, ateo y renegado. Ahora
bien, como en una suerte de acto de sincericidio me atrevo a preguntarme: “A
ver Sergio, ¿por qué crees en Dios?”. Esta pregunta me tuvo a tras perder
varios días rondándome por mi cabeza. Pero finalmente, esta vez no a borbotones
ni por inercia, sino con reposo y con mesura, hoy puedo decir que son varias
las razones por las que creo y me entrego a Dios. ¿Cuáles?
En primer lugar creo en Dios porque hay no creyentes. Pues sí,
porque hay, hubo y habrá siempre gente que libre y deliberadamente no cree y no
quiere creer. Esto me enseña que la afirmación de Dios no es coactiva, no
fuerza ni obliga, solo es posible en el más radical y soberano ejercicio de la libertad.
Pensar en esto me genera una profunda serenidad: saber que mi confesión de fe
es una opción personal, un acto de libertad, un auténtico acto humano y que no
podría resistir ni por un segundo la idea de un Dios que se impone, infringe y
obliga. Por ello una vez más agradezco a los que no tienen fe, porque son ellos
quienes me enseñan que la fe es el fruto maduro de mi libertad que puede
entregarse a un Dios que pese a todo siempre respeta mi condición creatural y
mi decisión en la libertad. Si Dios me obligase a creer, ciertamente sería el
primero y el más empedernido de los ateos.
Otra de las razones que descubro es
aquella realidad que muchas veces no vemos (o que no queremos ver) los que nos
decimos ser creyentes. Pienso que todo creyente lleva en el hondón más profundo
de su ser un “no creyente”. Dicho de otro modo, aunque creo y me entrego a
Dios, muchas veces experimento la duda, la sospecha, la inquietud y hasta el
enojo con Dios. Francamente ¿quién no ha tenido esta experiencia? ¿Quién de los
cristianos tiene la osadía y el coraje de reconocerlo? Descubro que aun siendo
creyente hay en mí un “no creyente”. Esto que seguramente para algunos es falta
de fe o para otros un pecado mortal, para mí es una gracia, más aún, creo que
es un signo de madurez y una oportunidad kairológica
(momento favorable, tiempo de Dios) para confrontarnos con Dios y consigo
mismo. ¿Qué creyente no se ha preguntado alguna vez si realmente Dios está, si
Dios escucha, si Dios actúa? Hasta el más santo de los santos tuvo siempre esta
noche oscura de la duda y la incertidumbre de la fe. Por eso, creo que la duda
y la fe hacen honor tanto a la realidad de Dios como a nuestra frágil condición
humana. Dios respeta nuestra libertad hasta el extremo de poderla negar. Por
ello la debilidad humana no es una vergüenza, es una realidad que nos permite
abrirnos con sinceridad a la gracia de Dios y a uno mismo. La debilidad y el
pecado lejos de ser reprimidos deben ser afrontados si es que queremos que
nuestra fe sea verdadera, real y honesta.
Otra lección y una especial razón de mi
fe la encuentro nuevamente en quienes no creen. Pienso que a menudo los no
creyentes son más exigentes que los que nos decimos ser cristianos. Aunque
ciertamente no creen, esto no les impide tener una idea mucha más elevada de
Dios que el común de los creyentes. Esto se puede corroborar, por ejemplo, ante
la evidente y patente realidad del mal. Mientras que los cristianos,
especialistas en apología, sin atinar a pensar ni una pisca sobre este misterio
defienden ciegamente a Dios, los no creyentes prefieren pensar en un Dios tan
grande que es imposible que exista ante tanto sufrimiento, dolor y pasión. Queridos
amigos ¡una vez más los ateos del mundo nos enseñan e interpelan! Los
cristianos vivimos preocupados por la existencia de Dios sin más. Los no
creyentes se preocupan y se preguntan por lo realmente esencial: ¿cuál es la
naturaleza de Dios? ¿Cómo es Dios? ¿Dónde está Dios? Estoy convencido que ya es
tiempo que nos despojemos de las especulaciones escolásticas que no interesan a
nadie, que nos liberemos de una apología barata, que nos desprendamos de la
estúpida obsesión por justificar la existencia de Dios y que
de una vez por todas los cristianos nos ocupemos del Dios que es Alguien, y que
como Alguien es creíble, y que por ser creíble existe. Esto me hace pensar que
los cristianos muchas veces tenemos una idea de Dios un tanto perezosa y que
los no creyentes son mucho más exigentes y coherentes. Por eso, más que “demostraciones”
de la existencia de Dios, lo que nos exige el no creyente es que le “mostremos”
en qué Dios creemos. Dios es realmente creíble pero tristemente reducido a mera
existencia. ¿De qué sirve al no creyente la existencia de Dios si solo se
comprueba la existencia de alguien que nada hace frente al dolor? Si Dios
existe así ¿puede ser creíble? Pues yo creo que no. Sin embargo, si confieso a
Dios en su ser de amor y de misericordia, si irradio su ternura y compasión, si
asumimos nuestras fragilidades con sinceridad de corazón, nuestra vida se hace
más humana y verdadera, y a su vez, traslucimos un Dios que existe, pero porque
es creíble.
Otra de las razones por las que creo en
Dios es porque me ofrece el más puro y verdadero humanismo. La historia es
testigo de cómo los cristianos hemos manipulado y reducido la idea de Dios.
Mientras que algunos hablaban de un Dios Semper
maior, trascendente, inaccesible, impenetrable, otros proclaman una
filantropía que hacen del hombre el único Dios y del mundo el único cielo. Por
supuesto que ambos extremos son inadmisibles, sin embargo, es aquí donde se
reconoce que en Dios los extremos se tocan, se rozan y se abrazan. Es aquí
donde el cristianismo se presenta como la religión que es a la vez afirmación
radical de Dios y afirmación radical del hombre. Por ello creo en el Dios
cristiano: Cristo se entregó a Dios y se entregó a los hombres; totalmente filial
y trascendente, plenamente humano y fraterno; apasionado por la causa de Dios y
apasionado por la cusa de los hombres. Con este doble y paradójico
apasionamiento de Cristo, el cristianismo me dice que no son realidades
absolutamente contradictorias sino que cada una remite a la otra y la respalda.
Esta es para mí una intuición y una realidad tan maravillosa que causa en mí
una razón para creer en Dios, pero no en cualquier Dios, sino en el Dios
cristiano.
Queridos amigos, estas son algunas de
las razones que hoy descubro en mi corazón y por las cuales creo en Dios. Con
el correr del tiempo indudablemente iré descubriendo otras. Seguramente habrá
otro David que Dios ponga en mi camino. Pero hoy estoy convencido que la fe,
cual fuego encendido que emerge desde la oscuridad, surge paradójicamente también
desde el fuego ardiente de los que no creen. Por ello le doy gracias al Dios vivo
y creíble que es capaz de arrancar de la más profunda de mis oscuridades el
esplendor de la luz de la fe. Y por supuesto, le doy las gracias a David, quien
desde su incrédula fe avivó y despertó mi fe incrédula.
Padre Sergio Romera Maldonado
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