Jesucristo es el mártir por antonomasia. Él vino como testigo del amor misericordioso de Dios y, en humilde sumisión a la voluntad del Padre, sostuvo su testimonio hasta el doloroso desenlace en la cruz. Con su pasión y muerte Él ofrece su vida en sacrificio redentor para reconciliar a la humanidad con Dios. A nosotros, por el bautismo -que nos hace de Cristo- se nos da la gracia de participar de los frutos de ese sacrificio sin sufrimiento alguno de nuestra parte.
Los cristianos estamos llamdos a ser “testigos” (gr. μάρτυρες, mártires) de esta salvación: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos” (Hch 1, 8). Lo propio de la palabra testimonial es que no se ofrece como un sistema de ideas, cuyas afirmaciones se apoyan en una evidencia exterior a la persona que la profiere. Al contrario, un testimonio se presenta como creíble sólo si quien lo sostiene lo es. Por eso, ser testigos de Cristo no es algo que pueda sostenerse sólo con los labios. El testimonio debe envolver la vida entera. Pronto lo entendieron los primeros cristianos cuando comprobaron que el pedido de Jesús de ser sus testigos tenía que ver con compartir sus sufrimientos e incluso su muerte. Tanto que -desde el testimonio de sangre de Esteban- llamaron mártir (testigo) por excelencia al que moría por sostener su fe (cf. Hch 22, 20).
Los mártires siempre han sido una fuente de gracia en la vida de la Iglesia. Que haya cristianos capaces de encarnar el Evangelio de tal modo que pongan el amor de Cristo antes que su subsistencia es una poderosa fuerza de inspiración. Sus vidas ofrecidas son una especie de “prueba” de la plenitud que ofrece la fe cristiana. De este modo, la sangre de los mártires mezclada con la de Cristo suscita nuestra fe, hace creíble la Buena Noticia que trajo Jesús y que la Iglesia transmite. De aquí la feliz sentencia de Tertuliano: “sangre de mártires, semilla de cristianos”.
La beatificación de los mártires riojanos, Enrique Angelelli, Wenceslao Pedernera, Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville, nos señalan que en Argentina -en su historia reciente- también se derramó semillas de cristianos. Sabemos cómo es Dios de generoso cuando esparce su simiente: no sólo arroja en tierra fértil, sino entre piedras, espinas y hasta al borde del camino. Pero también sabemos que esa semilla espera un buen terreno para desplegar su fecundidad. Son muchos los que trabajan con entusiasmo para hacer germinar la memoria de estos mártires en la vida de la Iglesia argentina. Pero también hay que reconocer que la frialdad de algunos sectores ante la inminente beatificación hace pensar que todavía hay mucho terreno que preparar para obtener fruto de esta siembra divina.
Tal vez este silencio tenga que ver con que los mártires riojanos nos obligan a hablar de lo que no se habla. Como cuando en una familia hay un tema doloroso que todos tienen presente y que nadie quiere revolver. La dificultad de hablar de estos mártires parece estar relacionada con la profundidad de la herida que dejó en la sociedad argentina la violencia política y el terrorismo de estado de la década del 70. Aún hoy, es difícil hablar serena y sinceramente de la responsabilidad de la Iglesia en esos años oscuros. Este silencio hace que, por ejemplo, en algunos ambientes siga vivo el mito de un “Angelelli comunista” y no logra conjurarlo ni el hecho de que no hayan aparecido pruebas de su supuesto apoyo a grupos violentos, ni el hecho de que la justicia sentenció que fue asesinado en un acto de terrorismo de estado, ni -lo que es más grave tratándose de gente de Iglesia- el hecho de que la Congregación para las Causas de los Santos haya llevado adelante un proceso de beatificación confirmado por el Sumo Pontífice.
También puede pensarse que los mártires riojanos no sólo nos muestran que la herida no termina de cerrar sino que nos revelan nuestra incapacidad para revisar nuestras posturas. Si nadie está dispuesto a reconocer que su propia mirada necesita complementarse con otra perspectiva resulta superfluo cualquier intento de diálogo o cualquier nueva investigación histórica. Lo peor es que esta falta de actitud crítica nos deja indefensos frente a las fuerzas que buscan polarizar a la sociedad para dominarla (polarización que parece ser un fenómeno común en muchas sociedades modernas). La sabiduría popular conoce este peligro, tanto que canonizó la sentencia del Martín Fierro que lo advierte: “los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera”. En el último Concilio la Iglesia se definió a sí misma como un signo e instrumento de la unidad del género humano (cf. LG 1). Si la semilla de los mártires tiene la potencia del acontecimiento redentor de Cristo, ¿por qué no confiar en que sea capaz de acercar posiciones en la Iglesia y que eso tenga un efecto difusivo en toda la sociedad? ¿Por qué no soñar con que la sangre de los mártires riojanos se vuelva semilla de unidad de los argentinos?
En los mártires riojanos tenemos nuevos intercesores. Pidámosle como Iglesia que nos consigan de Dios la gracia de ser tierra fértil para su semilla. Que sus sangres derramadas sean una siembra de amor y unidad para el pueblo argentino. Atrás de cada martirio hay un odio asesino, pero no puede ser eso lo que domine la escena. Bastante herido está nuestro pueblo con la siembra de odio de quienes buscan dividirlo. La Iglesia cuando lee la Pasión pone el foco en el amor sobreabundante de Cristo, no en el rencor de sus victimarios (Hans U. von Balthasar dice que “la «traición» de los hombres no puede ser en todo este acontecer sino un factor de segundo orden” Mysterium salutis III, 720). En esta siembra, el amor de los mártires debe brillar de un modo que envuelva misericordiosamente el pecado de sus muertes. Sirva como inspiración la actitud de otro obispo de esos tiempos -que tal vez con el tiempo sea reconocido como mártir-, Carlos H. Ponce de León, que mientras las autoridades militares se referían a él en informes de inteligencia como alguien de “accionar subversivo” que dirigía “fuerzas enroladas sustancialmente en las filas del enemigo” (sic) declaraba en su testamento: “no tener enemigos, no guardar rencor ni odio a persona alguna; si ofendí a alguien pido perdón y si alguien se considerase deudor, queda perdonado”. Igualmente preñadas de Evangelio están las palabras que Wenceslao Pedernera en su agonía le dirigía a su hija: “perdonen, no guarden rencor, no odien, yo los perdono”.
Otras publicaciones del P. Bianchi en este blog:
"APUNTES PARA UNA RECEPCIÓN ECLESIAL DE LOS MARTIRIOS DE ROMERO Y ANGELELLI"
ANGELELLI: ¿QUÉ SIGNIFICA MARTIRIO “EN ODIO DE LA FE”?
"LOS POBRES NOS SALVAN"
PONCE DE LEÓN, OBISPO Y MÁRTIR (1° Parte)
PONCE DE LEÓN, OBISPO Y MÁRTIR (2° Parte)
PONCE DE LEÓN, OBISPO Y MÁRTIR (4° Parte)
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