Queridos amigos, muy pronto vamos a comenzar el Adviento, el camino hacia la celebración del nacimiento de nuestro salvador, a continuación les comparto un texto muy interesante del P. Sergio Romera que puede ayudarnos a reflexionar como vamos a transitar esté camino de fe.
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on absoluta
claridad recuerdo como si ayer fuera aquellas clases de filosofía donde al estudiar
a los sabios de la antigua Grecia se nos citaba al célebre filósofo Aristóteles
quien decía y escribía: “yo soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la
Verdad”. Esto era para mostrarnos la inmensa discrepancia que en el orden
gnoseológico hay entre uno y otro: mientras que para Platón el conocimiento
encuentra su fuente en el mundo de las ideas (episteme), para Aristóteles la
musa inspiradora del verdadero conocimiento estaría en los sentidos: “nada hay
en el entendimiento que no haya pasado por los sentidos”.
Después
de varios años –y ya no como seminarista y estudiante de filosofía, sino como
cura y aparente estudiante eterno– atino a pensar en arriesgada analogía que podríamos
decir: “nada asciende o llega de los
hombres a Dios que previamente no haya descendido o pasado de Dios a los
hombres”. Dicho de otro modo, todo aquello que podemos o debemos ofrecerle
a Dios, en realidad no nos es propio sino de Dios, viene de Él y a Él retorna.
Todo aquello que en apariencia le pedimos o le damos a Dios, en realidad viene
de Él, le pertenece a Él, y lo vive Él. Nada es propiedad privada frente a Dios,
todo es pura gratuidad, todo es gracia y dádiva. Esto no es un dato menor, es
fontal para quienes somos, o al menos intentamos, ser cristianos. Si todo lo
que le ofrecemos a Dios es en realidad devolución de un don anticipado ¿qué don
he recibido cuando le ofrezco a Dios mis sufrimientos y mi cruz? ¿Qué gracia me
ha concedido cuando le entrego mis tristezas, amarguras y lágrimas? ¿Cuál es el
regalo que de Dios recibo cuando le imploro y le ofrezco mis indigencias a
causa de la injusticia, la decepción, el egoísmo, la persecución? Más aún, ¿qué
hace Dios frente a tanto dolor? ¿Qué hace Dios cuando la ofrenda de la entera
humanidad es el grito desgarrador de un corazón destrozado por la injusticia,
la guerra, la enfermedad y la muerte?
Y
la respuesta a borbotones emerge desde lo más profundo de mi corazón. Una
respuesta que no puedo musitar, sino que debo gritar a cuatro vientos (por ello
se grita también en este espacio cibernético llamado Facebook o blog): todos
esos sufrimientos, cruces, tristezas, lágrimas e injusticias las vivió y las
vive Dios. El padre sufre, llora, se conmueve y padece en y con nosotros. Dios
sufre con nuestros sufrimientos, llora con nuestras lágrimas, es pasible con
nuestros padecimientos. Si nuestro dolor suele durar un instante, el
sufrimiento de Dios es eterno. Si nuestros llantos parecen ser ineficaces e
irremediables, sus lágrimas son la medicina divina que nos cura y nos salva. Si
su trascendencia pareciera ser inalcanzable, su inmanencia está más cerca que
nuestro propio yo freudiano. Allí donde hay un refugiado sin hogar, allí está
Dios sufriendo con él y por él. Allí donde hay un niño desnutrido sin comer,
allí está Dios muriéndose de hambre. Allí donde están todas nuestras dolencias,
allí está Dios.
Esto
que para algunos puede tener sabor a irrelevante, para otros, olor a palabrerío
innecesario, y para otros tantos color a locura y estupidez, para mí hoy es
fontal. Esto me lleva a pensar en qué Dios creo, en quién profeso y a quién me
entrego. Por ello hoy me declaro ateo de ese Dios que equivocadamente tantas
veces prediqué y enseñé: el Dios metafísico, inconmutable, inmenso,
incomprensible, inconmensurable y de tantos “in”
más. Ese Dios inmutable y todopoderoso que ajeno y desde lejos del mundo y del
hombre pareciera no moverle un mísero pelo de su supuesta compasión frente a
tanto sufrimiento y dolor. Me declaro ateo de ese Dios retrógrado y escolástico
que era accesible a la razón pero que jamás penetraba en la entraña del
corazón. No quiero creer en ese Dios adusto que no se conmueve, que no puede
cambiar, como si no le afectaran las cosas del mundo y la historia. No puedo creer en el Dios idealista y
abstracto de “descartes”, necesito creer en el Dios real y concreto, de aquí y
ahora, de hoy y de mañana. El Dios eterno y cotidiano.
Sí
creo en el Dios compasivo, que se conmueve, que sufre y que llora, cercano y
amigo. Creo más en el Dios omni-debilidad que omni-potente, en el Dios todo-fragilidad
que todo-poderoso. Creo más en el Dios en devenir de Hegel, que en el Dios
inmutable de Tomás. Elijo con Pascal el Dios que tiene corazón y sentimientos,
y no el Dios descorazonado e insensible de la escolástica. Creo más en el Dios muerto
de Nietzsche que en el Dios vivo de los monarcas medievales. Prefiero el Dios
libre de la postmodernidad que el imperativo Dios kantiano. Creo en el Dios del
mundo entre los hombres y no creo en el Dios intocable e inaccesible del cielo. Creo en Dios que no
es una pasión inútil, sino una pasión apasionada. Rechazo el Dios del más allá y proclamo el
Dios del más acá: vivo, cercano, pasible, posible y amigo. Profeso el
misterioso Dios de paradojas y no el de fórmulas, recetas y dogmas. Aunque
suene fuerte y atrevido, sí, prefiero el Dios relativo pero real, que el Dios
definido e ideal. Prefiero el Dios de los ateos auténticos que el Dios de los
creyentes y piadosos hipócritas. Prefiero el Dios dionisiaco: poeta, bohemio, loco y trasnochado que el Dios apolíneo de los perfectos
y pietista de devociones y máscaras espirituales.
Amigo,
si hasta aquí has llegado en la lectura de mi loca confesión, que aún no
termina, me gustaría pedirte dos cosas
para que esto no sea en vano. Primero,
no te apresures, no me juzgues y mucho menos me condenes. Quizá, aún no creemos
en el mismo Dios, pero lo bello y reconfortante es saber que en el misterio,
Dios es infinitamente mucho más que esto y que ese mismo Dios es capaz de unir
lo que nuestras razones y criterios dividen. Y segundo: ya que llegaste al
final de este texto, que sirva para que te animes a preguntarte ¿en qué Dios crees
vos?
P. Sergio Romera, Arquidiócesis de San Juan de Cuyo
(Las Hurdes, España, 30-10-2016)
Otros escritos del mismo autor en este blog:
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Mi estimado Padre Sergio, creo en el Dios de Isaac, de Jacob, de Abraham, no comprendo cual es la diferencia entre ese Dios y el que invocamos ahora. También veo cosas que muchas veces, me hacen pensar que creo en un Dios lejano e indiferente. Pero aún así, con mis inmensas limitaciones humanas sigo creyendo y confiando que Dios tiene un plan infinitamente misericordioso y lleno de amor para cada uno de nosotros.
ResponderEliminarQue no es su culpa que muchos hermanos en el mundo entero no lo conozcan y si creo que cuando paso al lado de alguien que desea conocerlo y ni lo miro, soy yo el que lo está alejando a Dios de los hombres. De ninguna manera te juzgaría ni condenaría. Te abrazo en Cristo y María.