“Si el mundo los odia, recuerden que primero me odió a
mí”
(Jn 15,18)
Cuando Juan Pablo II en 1994 convocaba a celebrar el Gran
Jubileo para recibir el tercer milenio de cristianismo nos hacía caer en la
cuenta de que, así como la Iglesia del primer milenio nació de la sangre de los
mártires, “al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser
Iglesia de mártires”.[1] Por
eso invitaba a las comunidades a hacer todo lo posible por no perder el
recuerdo de quienes han sufrido la muerte por ser testigos de Cristo.
Hoy con Francisco la Iglesia de América Latina recoge dos
frutos maduros de esa iniciativa al celebrar la canonización de Romero en El
Salvador y la inminente beatificación de Angelelli y sus compañeros mártires en
Argentina. A los que presumiblemente podrían sumarse otros en todo el
continente.
Pero debemos ser realistas y aceptar que en un cuerpo
eclesial complejo como el de Latinoamérica la recepción de estos nuevos santos
tendrá sus particularidades. Habrá quienes los reciban prontamente y con
entusiasmo y otros que necesiten tiempo para entender e internalizar los
argumentos en los que se apoya la Iglesia para reconocer estos martirios. En
todos los casos, nos parece que puede resultar de utilidad una breve
presentación de una noción teológica actual de martirio.
La Iglesia crece permanentemente en la profundización de lo
que Cristo reveló,[2] y la
comprensión que ésta tiene del martirio no es una excepción. En el siglo XX
pudo verse claramente un progreso en esta dimensión del pensamiento teológico y
es lo que intentaremos presentar desde la perspectiva de la realidad
latinoamericana. Para ello, lo primero que haremos es un breve esbozo de la
noción posconciliar de martirio (1). Luego diremos algo sobre el martirio en
América Latina (2). En tercer lugar, explicaremos qué se entiende por martirio
“en odio de la fe” (odium fidei) (3)
y por último haremos algunas puntualizaciones sobre la dimensión política de
estos martirios (4).
Somos conscientes de que para muchos resulta una piedra de
escándalo el hecho de que las muertes de estos obispos se hayan dado en el
marco de convulsiones políticas que siguen sin resolverse del todo. Es una
dificultad que resulta inevitable y que cada uno afrontará según la lectura que
tenga de los procesos históricos de América Latina.
No presentamos estas reflexiones desde una pretendida
asepsia histórica. Cosa además imposible. Lo hacemos tomando partido por los perseguidos.
Para esto hay una razón de fondo que tiene que ver con una dimensión
constitutiva de la Iglesia. Ésta,
enseña el Concilio, está llamada a comunicar los frutos de la salvación
recorriendo un camino de pobreza y persecución como el de Cristo.[3]
En la medida en que ella da verdadero testimonio de Cristo la persecución le
resulta inevitable. Por eso donde quiera que se dé una situación histórica de opresión,
odio, muerte, la Iglesia para ser fiel a sí misma se pondrá del lado de las
víctimas y verá en ellas la imagen de su Fundador.[4]
Desde ese lugar intentamos pensar las muertes violentas de estos cristianos. Manteniendo
la premisa de que se trate de una reflexión teológica. Esto es, una lectura
de los desenlaces de las vidas de estos obispos desde la fe cristiana en el
marco de la Tradición de la Iglesia.
[1] Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente 37.
[2] Cf. DV
8.
[3] Cf. LG 8: “como Cristo realizó la obra de la
redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a
recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los
hombres”.
[4] Cf. LG
8: “también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la
debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen
de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y
procura servir en ellos a Cristo”
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Muchas gracias P. Quique Bianchi!!!
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