5. Pero la verdadera amistad humana es la que surge de la libre elección fundada en una
semejanza descubierta o presentida: hay los mismos gustos, las mismas maneras de ver, las
mismas inquietudes. Verdadera identificación de voluntades: idem velle, idem nolle. Esto no
quiere decir que los amigos deban tener siempre el mismo temperamento, la misma formación
cultural y las mismas opiniones. La amistad pertenece a la voluntad y la diversidad de opiniones
pertenece a la inteligencia. Al amigo puede gustarle la música de Bach o la Metafísica de
Aristóteles, y nosotros no entenderlas plenamente. El amigo puede estar dedicado a otras
actividades que las nuestras. Pero en el fondo hay una unión indestructible de voluntades. En lo
esencial se piensa lo mismo y se quiere lo mismo.
El descubrimiento de este parentesco espiritual con el amigo nos embriaga de gozo, porque
presentimos un enriquecimiento mutuo. A medida que la convivencia afectuosa nos abre la
intimidad del amigo vamos experimentando la alegría sobria y profunda de nuestra
multiplicación y de nuestro reencuentro. Vamos sintiéndonos prolongados. No es una simple
delectación sensible y pasajera. Claro que el hallazgo del amigo y su presencia nos es útil y
deleitable. Pero no es esto lo que importa. La alegría que nos causa el encuentro y la adivinación
del amigo es la motivada por el bien mismo del amigo: su ser espiritual, su ciencia, su virtud, su
santidad. El bien del amigo es nuestro y sus acciones son nuestras. De aquí surge luego -pero
sólo secundariamente- la alegría de su presencia y la alegría de la esperanza que es posesión
adelantada del amigo.
La amistad elegida es más profunda y realizadora que la amistad familiar. La amistad familiar
es más inmediata y estable porque es más natural. Pero la amistad elegida es más honda y
desinteresada. Se funda en el parentesco de las almas que es más unificador que el de los
cuerpos. Por eso esta amistad es rara y con pocos. No puede el circulo de los amigos ser muy
amplio. Y aún en el círculo reducido la intimidad es con uno, con dos o con tres. Y siempre hay
uno -“el amigo”- con quien más se convive, cuyos triunfos se comparten, cuyas penas se
compadecer, cuyos secretos se adivinan y que es verdaderamente “alter ego ipse”.
Frente al amigo verdadero la amistad nos impone estos dos movimientos de convivencia: a)
llamar rápidamente al amigo para comunicarle nuestros bienes; más tardíamente para contarle
nuestros males; b) ir prontamente, sin ser llamados, para aliviar su desgracia; acercarse
remisamente para pedir sus beneficios.
Una ley de esta amistad verdadera es la sinceridad. A la amistad se opone la adulación Es
verdad que la amistad exige convivencia deleitable. Pero la amistad auténtica no teme contristar
al amigo para evitar un mal o promover un bien mayor. Los que adulan son incapaces de tener
amigos.
6. No toda semejanza engendra amistad, sino la semejanza descubierta en la convivencia. Mutua
redamatio non latens. Pero hay veces en que la semejanza es sólo “presentida”. Surge entonces
el amor y el amor, a su vez. engendra conocimiento. San Juan dice de Dios que “el que no lo
ama no lo puede conocer”. La amistad supone un conocimiento previo del amigo; pero el
conocimiento verdadero, el mas íntimo -el que se convierte en una especie de adivinación. del
amigo- es el que surge de la misma convivencia. El amor tiene una profundidad mayor que la
inteligencia. La amistad supone un previo conocimiento de “lo amable” -de lo semejante, de lo
nuestro- en el amigo. Entonces nos acercamos al amigo porque lo amable -que puede ser su
ciencia, su talento o su virtud- nos resulta útil y deleitable. Así nos acercamos al maestro para
que nos enseñe o al santo para que nos perfeccione. Pero a medida que convivimos con ellos
descubrimos que lo verdaderamente amable es la persona misma del maestro o del santo y
entonces la amistad se hace simplemente honesta. La raíz del verdadero conocimiento es la
convivencia.
Tampoco es necesaria una semejanza total. Es cierto que la amistad consiste en una especie de
igualdad. Pero puede darse una igualdad proporcional entre desemejantes. Resta una semejanza
analógica. Entre el padre y sus hijos, entre el maestro y sus discípulos, entre Dios y el hombre,
puede haber una amistad de excelencia o sobreabundancia. La reciprocidad es sólo
proporcionalmente igual porque supone el respeto de una dignidad y el reconocimiento de una
primacía. Cuando la distancia es muy grande y falta la analogía la amistad se pierde. Con los
muy sabios y muy virtuosos no podríamos tener amistad sino en la condición de que nos
elevaran con ellos en la virtud o en la sabiduría. De otro modo los perderíamos como amigos.
7. El elogio más grande de la amistad lo hicieron Aristóteles y santo Tomás. Aristóteles cuando
dijo que no puede el hombre vivir sin amigos. Entre las cosas necesarias para la vida humana lo
principalmente necesario es la amistad. Santo Tomás escribió en la Suma: Necesita el hombre
para obrar virtuosamente el auxilio de los amigos, tanto en las obras de vida activa como en las
de vida contemplativa.
El más noble de los sentimientos humanos es la amistad. El más grande de los valores creados
es el amigo. Santo Tomás prueba por ello que la “susurración” (hablar secretamente mal del
amigo a su amigo con intención de quebrar la amistad) es un pecado más grave que la
detracción y la contumelia. Porque el daño que se infiere al prójimo es mucho más grave, ya que
se le priva de un bien mayor. El amigo vale más que la fama. La fama es sólo una disposición
para la amistad.
Hay momentos en que la presencia del nos es particularmente necesaria: cuando hemos
triunfado y cuando sufrimos. Nadie puede soportar la tristeza solo por mucho tiempo. El mismo
bien honesto, en cuanto supone esfuerzo y tristeza, exige la presencia del amigo. Cuando la
amistad es muy honda el amigo revela sus penas. Pero lo hace con timidez porque no quiere
causar mal a su amigo volcándole sus tristezas. Es propio de ánimos “afeminados” -muliebriter
dispositi- deleitarse en tener amigos angustiados. Pero es propio del amigo adivinar las penas y
acudir a compartirlas sin ser llamado. En estos casos -cuando el dolor es muy hondo- vale más
la simple convivencia silenciosa que las palabras de fórmula. Alivia más la presencia silenciosa
del amigo que cien discursos de condolencia.
Pero la perfección de la amistad aparece, sobre todo, en la plenitud de la dicha. “El hombre feliz
necesita de amigos” escribieron Aristóteles y santo Tomás. No se trata de una necesidad útil o
deleitable. El hombre virtuoso -el perfecto- tiene en si mismo la suprema razón de su dicha.
Pero necesita tener alguien a quien hacer el bien. Es una exigencia de su riqueza interior y de la
perfección de su operación virtuosa. Por eso, como decíamos al principio, la amistad verdadera
es un privilegio de los perfectos. Y es, por lo mismo, un signo de perfección.
Para la imperfecta felicidad de la tierra -hecha con lágrimas y con esfuerzo- nos es
imprescindible la gozosa presencia del amigo que nos alivia y nos sostiene, nos eleva y nos
perfecciona. Su hallazgo constituye, entre las miserias del tiempo, la más invendible riqueza.
Entre los gozos accidentales de la gloria santo Tomás coloca el reencuentro con el amigo. La
felicidad perfecta consiste en la visión intuitiva de Dios. Allí encontrará el hombre la plenitud
completa de su perfección. Esencialmente no hace falta más para la beatitud.
Pero el
complemento de la felicidad exige todavía la presencia inadmisible del amigo. Puede la muerte
quebrar temporariamente una amistad. Pero en el surco abierto de la herida se ha sembrado el encuentro definitivo. La suprema perfección de una amistad se alcanza, entonces, en la
eternidad.
Allí se logrará la máxima semejanza y la más indestructible convivencia.
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