El proximo 19 de Noviembre celebraremos la Jornada Mundial de los Pobres, el padre Quique Bianchi (Diocesis de San Nicolas de los Arroyos) nos comparte la siguiente reflexión en preparación a esta jornada.
“Nosotros no hemos recibido el
espíritu de este mundo sino el Espíritu de Dios, para que conozcamos las cosas
que Dios nos ha dado” (1Co 2,12)
El mensaje de Jesucristo es algo vivo y
eficaz, corta más que una espada de dos filos (Hb 4,12). El creyente que se
abre a su acción va viendo cómo lentamente penetra en su espíritu y va
cambiando la perspectiva desde la que mira la realidad cotidiana. Algunas ideas
que estuvieron firmemente arraigadas en un momento se van cayendo como ramas secas
por su poco sustento evangélico. Mientras que otras, que en algún momento sólo
fueron pensamientos piadosos van ganando terreno en el corazón y empiezan a
generar vida de un modo nuevo. En determinado momento, más tarde o más
temprano, quien sigue a Cristo descubre que la gracia abrió una hendidura en el
caparazón de individualismo e indiferencia en que nos refugiamos y al asomarse realiza
un descubrimiento revelador: el pobre.
El pobre existe. El pobre sufre. El pobre es mi hermano.
Desde ese momento la fe en Cristo, un Dios que se hizo pobre, toma un nuevo
color y se va haciendo lugar en nuevos espacios del espíritu del creyente. Como
enseña la Iglesia, el corazón de Dios tiene un lugar de privilegio para los
pobres (EG 197). De aquí se desprende por simple lógica que si son los
preferidos de Cristo deben ser los preferidos de los cristianos. Para ello se
impone una opción, algunas cosas habrá que desplazar o abandonar. Es imposible
poner en el centro lo que el mundo desprecia sin cambiar toda una cosmovisión. No
se trata de una opción “optativa”, como no lo es la opción por Cristo para el
cristiano. Se trata de amar según el Espíritu de Dios.
El mundo de los pobres puede verse desde
muchas perspectivas. Desde la Iglesia siempre los vemos desde Cristo. Sino es
falsear la cosa. Un Cristo que “se hizo pobre” (2Co 8,9) y que les otorgó a
ellos su “primera misericordia” (Juan Pablo II). Debemos acercarnos a sus
dolores al modo del Buen Samaritano, que se
conmovió frente al sufrimiento del que estaba tirado al borde del camino,
se arriesgó bajándose del caballo y curó sus heridas. En el rostro doliente de
los pobres está Cristo (“tuve hambre y me
diste de comer…”) llamándonos a ponerle el hombro a su cruz. “Si realmente queremos encontrar a Cristo, es
necesario que toquemos su cuerpo en el
cuerpo llagado de los pobres” (Francisco, I Jornada mundial de los pobres)
Pero la opción por los pobres no queda sólo en
eso. No se trata solamente de que sean objeto de una misericordia preferencial
de nuestra parte. La Palabra de Dios nos lleva más lejos. El lugar de los
pobres en el plan de salvación es un misterio de fe al que debemos acercarnos
descalzos. El Papa Francisco nos llama a “reconocer la riqueza salvífica de sus
vidas” (EG 198) y para hacerlo debemos desprendernos de valoraciones meramente
humanas. Es contra razón pensar que la pobreza, la impotencia, es eficaz, es
redentora. Humanamente no se puede ver, sólo la gracia de Dios nos puede hacer
verlo. Cuando Cristo se hizo pobre tuvo esa cosa misteriosa, que excede la
razón, de unirlo al pobre con Él y asociarlo a su salvación. Les dio a sus
vidas una eficacia redentora.
Dios desde la sobreabundancia de su amor quiere
salvar al hombre del poder del pecado y de la muerte. Lo hace por Jesucristo,
que carga sobre sí todas las dolencias del mundo para darles un sentido nuevo.
Cristo con su Pasión sana y lleva al Reino. Según la enseñanza paulina, puede
pensarse que el Cristo que sufre la Pasión no es Él solo. San Agustín habla del
“Cristo total”, Cristo cabeza unido a sus miembros, como sujeto de la Pasión. Es
decir, que la redención se hace por la Pasión de Cristo y por la pasión de
todos los miembros de Cristo que completan
su Pasión (Col 1,24). Todos los sufrientes, en general, completan la Pasión de
Cristo, pero sobre todo y fundamentalmente los pobres (“tuve hambre y me diste de comer…”).
Esto le da a la vida de los pobres una nueva
dimensión que excede su condición de objetos de nuestra misericordia. Ellos -aun
sin saberlo- son sujetos, actores, protagonistas de la redención. Por ellos
Dios está derramando su salvación entre nosotros. Al igual que a Cristo se les
pueden aplicar las palabras con que Isaías describe al Siervo de Yahvé: “causa de horror, desfigurados, sin que su apariencia
sea más la de un ser humano… despreciados, desechados por los hombres,
abrumados de dolores y habituados al sufrimiento, seres ante los cuales se
aparta el rostro, tenidos por nada… detenidos y juzgados injustamente sin que
nadie se preocupe de su suerte” (Is 52-53). Esto no es exagerado y se da
todos los días ante nuestros ojos. Ante esto no hay que escandalizarse como se
escandalizaron los apóstoles ante la Pasión de Cristo. Así como Cristo en su
cruz cargó nuestros sufrimientos, estos otros
cristos cargan nuestros dolores en sus vidas cruciformes. Del Redentor se
dijo: “por sus llagas hemos sido sanados”
(Is 53,5). Su redención continúa y hoy -misteriosamente- nos sanan las llagas
de ese hombre sucio, miserable, hambreado, que pasa sus inviernos en nuestras
veredas sin más abrigo que una caja de vino y una frazada rotosa.
La Iglesia es sacramento universal de
salvación (LG 48). Por ella Dios ofrece su salvación a todos. Ella es en cierta
medida una Iglesia de “sabios y prudentes”, de los que saben y pueden, de los
que son. Pero también tiene otra parte, que según la Escritura es más de Dios,
que son los murientes, los despreciados, los que no son. Una Iglesia que es
como la muerte en manos de Dios: principio de nueva vida. Amar según el
Espíritu de Dios nos impulsa a poner esa parte “en el centro del camino de la
Iglesia” (EG 198).
P. Quique Bianchi
---Publicación autorizada por el autor---
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