183. Un
matrimonio que experimente la fuerza del amor, sabe que ese amor está llamado a
sanar las heridas de los abandonados, a instaurar la cultura del encuentro, a luchar
por la justicia. Dios ha confiado a la familia el proyecto de hacer «doméstico»
el mundo, para que todos lleguen a sentir a cada ser humano como un hermano: «Una
mirada atenta a la vida cotidiana de los hombres y mujeres de hoy muestra inmediatamente
la necesidad que hay por todos lados de una robusta inyección de espíritu
familiar […] No sólo la organización de la vida común se topa cada vez más con
una burocracia del todo extraña a las uniones humanas fundamentales, sino,
incluso, las costumbres sociales y políticas muestran a menudo signos de
degradación».
En cambio, las familias abiertas y solidarias hacen espacio
a los pobres,
son capaces de tejer una amistad con quienes lo están pasando peor que ellas.
Si realmente les importa el Evangelio, no pueden olvidar lo que dice Jesús: «Que
cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo
lo hicisteis» (Mt 25,40). En definitiva, viven lo que se nos pide con
tanta elocuencia en este texto: « Cuando des una comida o una cena, no llames a
tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos. Porque
si luego ellos te invitan a ti, esa será tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los
cojos, a los ciegos y serás dichoso » (Lc 14,12-14). ¡Serás dichoso! He
aquí el secreto de una familia feliz.
184. Con el testimonio,
y también con la palabra, las familias hablan de Jesús a los demás, transmiten
la fe, despiertan el deseo de Dios, y muestran la belleza del Evangelio y del
estilo de vida que nos propone. Así, los matrimonios cristianos pintan el gris
del espacio público llenándolo del color de la fraternidad, de la sensibilidad social,
de la defensa de los frágiles, de la fe luminosa, de la esperanza activa. Su fecundidad
se amplía y se traduce en miles de maneras de hacer presente el amor de Dios en
la sociedad.
185. En esta
línea es conveniente tomar muy en serio un texto bíblico que suele ser
interpretado fuera de su contexto, o de una manera muy general, con lo cual se
puede descuidar su sentido más inmediato y directo, que es marcadamente social.
Se trata de 1 Co 11,17-34, donde san Pablo enfrenta una situación
vergonzosa de la comunidad.
Allí, algunas personas acomodadas tendían a discriminar
a los pobres, y esto se producía incluso en el ágape que acompañaba a la
celebración de la Eucaristía. Mientras
los ricos gustaban sus manjares, los pobres se quedaban mirando y sin tener qué
comer: Así, «uno pasa hambre, el otro está borracho. ¿No tenéis casas donde
comer y beber? ¿O tenéis en tan poco a
la Iglesia de Dios que humilláis a los pobres?»
191. «No me
rechaces ahora en la vejez, me van faltando las fuerzas, no me abandones» (Sal
71,9). Es el clamor del anciano, que teme el olvido y el desprecio. Así
como Dios nos invita a ser sus instrumentos para escuchar la súplica de los pobres, también espera que escuchemos el
grito de los ancianos. Esto interpela a las familias y a las comunidades,
porque «la Iglesia no puede y no quiere conformarse a una mentalidad de
intolerancia, y mucho menos de indiferencia y desprecio, respecto a la vejez.
Debemos despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de
hospitalidad, que hagan sentir al anciano parte viva de su comunidad. Los
ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que estuvieron antes que
nosotros en el mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra diaria batalla
por una vida digna». Por eso, «¡cuánto quisiera una Iglesia que desafía la
cultura del descarte con la alegría desbordante de un nuevo abrazo entre los jóvenes
y los ancianos!»
290. «La familia se convierte en sujeto de
la acción pastoral mediante el anuncio explícito del Evangelio y el legado de
múltiples formas de testimonio, entre las cuales: la solidaridad con los pobres, la apertura a la diversidad de las
personas, la custodia de la creación, la solidaridad moral y material hacia las
otras familias, sobre todo hacia las más necesitadas, el compromiso con la
promoción del bien común, incluso mediante la transformación de las estructuras
sociales injustas, a partir del territorio en el cual la familia vive, practicando
las obras de misericordia corporal y espiritual». Esto debe situarse en el
marco de la convicción más preciosa de los cristianos: el amor del Padre que
nos sostiene y nos promueve, manifestado en la entrega total de Jesucristo,
vivo entre nosotros, que nos hace capaces de afrontar juntos todas las
tormentas y todas las etapas de la vida. También en el corazón de cada familia
hay que hacer resonar el kerygma, a tiempo y a destiempo, para que
ilumine el camino. Todos deberíamos ser capaces de decir, a partir de lo vivido
en nuestras familias: « Hemos conocido el amor que Dios nos tiene » (1 Jn 4,16).
Sólo a partir de esta experiencia, la pastoral familiar podrá lograr que las
familias sean a la vez iglesias domésticas y fermento evangelizador en la sociedad.
324. Bajo el impulso del Espíritu, el núcleo
familiar no sólo acoge la vida generándola en su propio seno, sino que se abre,
sale de sí para derramar su bien en otros, para cuidarlos y buscar su
felicidad. Esta apertura se expresa particularmente en la hospitalidad, alentada
por la Palabra de Dios de un modo sugestivo: «no olvidéis la hospitalidad: por
ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles » (Hb 13,2). Cuando la familia acoge y sale hacia los
demás, especialmente hacia los pobres y abandonados, es «símbolo, testimonio y
participación de la maternidad de la Iglesia» .El amor social, reflejo de
la Trinidad, es en realidad lo que unifica el sentido espiritual de la familia
y su misión fuera de sí, porque hace presente el kerygma con todas sus
exigencias comunitarias. La familia vive su espiritualidad propia siendo al
mismo tiempo una iglesia doméstica y una célula vital para transformar el
mundo.
Leer: MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO I JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
Pagina oficial de la I JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
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