Odium fidei
El mártir siempre muere por odio a la fe (odium fidei). Es mártir quien, como
Cristo, muere agredido por el odio que inspira el amor que encarna en su vida. Benedicto
XVI explicaba en un discurso a la Congregación
para la Causa de los Santos que “es necesario que aflore directa o
indirectamente, aunque siempre de modo moralmente cierto, el odium fidei del perseguidor. Si falta
este elemento... no existirá un verdadero martirio según la doctrina teológica
y jurídica perenne de la Iglesia”.[1]
Al presentar la noción conciliar de martirio habíamos dicho
que el acento está puesto en el amor del testigo, no tanto en su profesión de
fe. Más aún, el planteo no apunta exclusivamente a los motivos del que mata
sino a los motivos del que muere. Mira más a la víctima que al verdugo. Por
eso, odium fidei no es sólo odio a la
profesión de la fe, al hecho de ser cristiano (como era el caso de los primeros
mártires del cristianismo u hoy frente a cierto fundamentalismo islámico). Es
también odium fidei, el rechazo hacia
conductas que son consecuencias de la fe. Esto ya podía encontrarse en la
doctrina clásica cuando Santo Tomás se pregunta “si sólo la fe es causa del
martirio” (ST II-II q124, a5). Allí explica que “a la verdad de la fe pertenece
no sólo la creencia del corazón, sino también la confesión externa, la cual se
manifiesta no sólo con palabras por las que se confiesa la fe, sino también con
obras por las que se demuestra la posesión de esa fe” (ibíd.). Ilustra la
afirmación con el ejemplo a Juan el Bautista, quien es considerado mártir y no
murió por defender la fe sino por reprender un adulterio (argumento similar al
de Rahner respecto de María Goretti). A lo que agrega que la muerte por
“cualquier bien humano puede ser causa de martirio en cuanto referido a Dios” y
que “el bien de la república es el principal entre los bienes humanos” (ibíd.).
Es claro que la justicia es un valor que contribuye al “bien de la república”.
Más explícitamente lo señala en el comentario a la Carta a los Romanos (c.8, l.7)
cuando afirma: “padece por Cristo no sólo
el que padece por la fe de Cristo, sino por cualquier obra de justicia, por
amor de Cristo”.
Mostraría una concepción demasiado intelectualista de la fe
pensar que el odium fidei solo puede
aplicarse cuando la agresión se produce explícitamente contra la doctrina
cristiana. Además, como bien señala J. González Faus, llevaría a la paradoja de
sostener que “sólo un no cristiano podría
provocar mártires. Sólo un emperador Juliano, o un gobierno ateo. Un cristiano,
por cruel que fuese, no podría provocarlos pues, si se confiesa cristiano, no
odiará la fe”.[2] Por eso
puede decirse que el odium fidei debe
entenderse como un odium amoris. Esto
es, una aversión criminal hacia las actitudes con las que el mártir testimonia
su amor a Cristo.
El odium fidei de las dictaduras latinoamericanas
Desde este marco teológico podemos afirmar claramente que quien
sufre la muerte por oponerse desde sus convicciones cristianas a gobiernos
terroristas puede identificarse como mártir. Aun sin olvidar que los verdugos
-en el caso de Ponce de León, Angelelli, Romero, y tantos mártires
latinoamericanos- fueron muchas veces militares católicos, que actuaban pretendidamente
en defensa del cristianismo y con la anuencia de algunos sectores de la
Iglesia. Lo que hay es odio a una de las consecuencias de la fe de estos
testigos: la justicia. Un valor ineludible en la construcción de una paz
verdadera.
En la causa de beatificación de monseñor Romero, se optó por
establecer este odium fidei indirecto. Para ello la Positio entabló tres puntualizaciones:
1) hubo persecución en El Salvador; 2) su violencia fue dirigida hacia miembros
de la Iglesia; 3) la misma persecución agredió a monseñor Romero. Los
postuladores de la causa de beatificación plantearon que el obispo mártir optó
por ser fiel totalmente a lo que la Iglesia proclama en su magisterio, y esa
fidelidad específicamente provocó a sus perseguidores a asesinarlo. Al hacerlo,
dejaron entrever su odio a la fe cristiana.[3]
Estas aclaraciones son importantes porque la memoria de
estos obispos está muchas veces envuelta por la bruma de sospecha de lo que
podríamos llamar un prejuicio ideológico. Creer que su muerte tuvo que ver exclusivamente
con la política, que pagaron el precio de ser agitadores políticos en tiempos
difíciles. Lo decíamos al referir lo que cuenta Maccise sobre el cardenal
romano que pensaba que Romero “se la había buscado”. Otro testimonio
contundente sobre este prejuicio que flotaba sobre Romero lo da el Papa
Francisco cuando explica que el obispo salvadoreño siguió siendo mártir después
de morir: “El martirio de monseñor Romero
no fue puntual en el momento de su muerte, fue un martirio-testimonio,
sufrimiento anterior, persecución anterior, hasta su muerte. Pero también
posterior, porque una vez muerto –yo era sacerdote joven y fui testigo de eso–
fue difamado, calumniado, ensuciado, o sea que su martirio se continuó incluso
por hermanos suyos en el sacerdocio y en el episcopado. No hablo de oídas, he
escuchado esas cosas”.[4]
Las actitudes de estos mártires, si bien podían ser
políticas, en el fondo tenían motivos de fe. La historia los puso en la
encrucijada de tener que decidir entre encarnar como obispos hasta el fondo lo
que enseña la Iglesia o salvar sus vidas (“el
que encuentre su vida la perderá…” Mt 10,39). Plena conciencia de esta
dramática opción tenía Romero cuando en una carta dirigida a la Congregación
para los obispos en 1978 escribía: “qué
difícil es querer ser fiel totalmente a lo que la Iglesia proclama en su
magisterio, y qué fácil, por el contrario, olvidar o dejar de lado ciertos
aspectos. Lo primero conlleva muchos sufrimientos; lo segundo trae mucha
seguridad, tranquilidad y la ausencia de problemas. Aquello suscita acusaciones
y desprecios; esto último alabanzas y perspectivas humanas muy halagüeñas”.[5]
4. El Getsemaní de Ponce
Si volvemos al caso de Ponce de León vemos que él también vivió
esa encrucijada decisiva en los últimos meses de su vida. Era consciente de que
el cerco se cerraba. Desde el golpe del 24 de marzo de 1976 la relación con
Saint Amant era cada vez más espesa. A la semana se produce la detención de
tres sacerdotes y las tensas negociaciones por sus libertades. El 2 de julio de
ese mismo año, un grupo armado con ropas de civiles que dicen ser de la policía
irrumpe y registra toda la casa donde Ponce tenía viviendo a sus seminaristas
en la ciudad de Buenos Aires. Sólo dos días después se produce la masacre de la
comunidad de palotinos en el barrio de Belgrano. Los cuerpos de los tres
sacerdotes y los dos seminaristas acribillados en San Patricio, fueron un golpe
duro y revelador para él. Uno de los asesinados, Alfredo Kelly, había estado
varios años en la diócesis y era su amigo y confesor. Un mes después, el 4 de
agosto, con la muerte de Angelelli, entendió que una mitra y un anillo
episcopal no eran obstáculo para la enajenación de estos generales. Las amenazas
eran cada vez más creíbles y el espiral de muerte se iba estrechando sobre él.
A pesar de esto, Ponce no cejaba en sus gestiones por quienes el gobierno consideraba
enemigos. Incluso llevando adelante reclamos personalmente ante los más altos
mandos militares como en el caso del sacerdote López Molina.
Seguramente vivió su propio Getsemaní: la serena certeza de
que su actitud lo llevaba a la muerte pero que no podía cambiar su conducta sin
sentir en lo más profundo que traicionaba a Cristo y se traicionaba a sí mismo
si se tapaba los oídos frente al dolor de los familiares de desaparecidos que golpeaban
su puerta. Sudó sangre en soledad, preparándose para el calvario, mientras escribía
en su testamento “no tener enemigos, no
guardar rencor ni odio a persona alguna; si ofendí a alguien pido perdón y si
alguien se considerase deudor, queda perdonado” y pedía unas exequias
sencillas, sin flores y que “la limosna
se destine para los pobres, mis amigos e intercesores”. El Sanedrín
inflamaba cartas de odio mientras él pedía que el Señor lo reciba “como a hijo pródigo, ya que no supe
aprovechar estando siempre en la casa del Padre” y se confiaba al “glorioso patriarca San José, a quien
encomiendo mi última hora”.[6]
No sabemos lo que
pasó en el instante decisivo. Sí sabemos que le estaban apuntando. Y que un
dedo asesino tensaba el gatillo. La persecución que sufría era real y feroz,
con un impresionante poder de fuego que incluso ya había matado a un obispo
pocos meses antes. Pero no queremos ahora mirar ese momento desde el lado del verdugo.
Confiamos en que la justicia algún día arroje luz sobre ese aspecto. Lo que queremos
ahora es recibir el testimonio del corazón de Ponce, identificado con el Buen
Pastor en su ministerio episcopal, ahora convertido en el Crucificado. Estaba
dispuesto. La humillación, el terror, la angustia, la desesperanza, cada dolor
que le trajeron lo fue cargando y se le fue hilvanando como una cruz en su cuero
para preparar este encuentro. Desde el cielo, San José y sus amigos los pobres
le alcanzaban la corona.
Su testimonio, al igual que el de tantos otros, tiene mucho
para decirnos. El mártir es sangre que habla. Y habla de Dios en una historia
concreta. Entre mártires y confesores la Iglesia argentina contó con una
verdadera nube de testigos del Reino en esos años de dolor. Se trata de un
grupo importante, aunque difícil de cuantificar. Ya en 1986, el libro de E.
Mignone Iglesia y dictadura: el papel de
la Iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar, presentaba
como víctimas de la representación estatal a sesenta y dos sacerdotes, once
seminaristas, cuatro religiosos y religiosas y dos obispos. Dando un total de
setenta y nueve víctimas en el período 1974-1983. Estudios actuales dan cifras
superiores.[7] Esto sin
contar la gran cantidad de laicos que sufrieron represión por acercarse a los
pobres desde instituciones eclesiales.
Es cierto que los mártires son un regalo de Dios para sus
pueblos. Pero un regalo conflictivo, una bandera discutida que se levanta para
exhibir un amor insoportable en un mundo que sigue estructurado sobre la
injusticia. Taparse los oídos frente al grito de esa sangre derramada, no
escuchar el clamor de las multitudes que sufren, es cerrarle el corazón a Dios.
Poco antes de su muerte, Romero gritaba proféticamente: “sería triste que en una Patria donde se esté asesinando tan
horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son
el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo”.[8] Su
sangre esparcida sobre el altar rubricó que la Iglesia salvadoreña no sufrió
esa tristeza. Tampoco nuestra Iglesia vivió esta aflicción, que en tiempos del
horror y marcada con el estigma de la traición de algunos, conoció también la
gloria de los testimonios de Angelelli, Ponce de León, y tantos otros. Pero hay
otra tristeza, patrimonio de estos tiempos, la de ver que la Iglesia se niega a
aceptar el raudal de gracia que Dios nos ofrece en esos martirios…
P. Quique Bianchi
Leer: PONCE DE LEÓN, OBISPO Y MÁRTIR (2° Parte)
MUCHAS GRACIAS P. QUIQUE BIANCHI!!!
[1] Benedicto XVI, Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI a los participantes en la sesión
plenaria de la Congregación para las causas de los santos, 24/4/2006, www.vatican.va.
[2] J.I. González Faus,
“El mártir testigo del amor”, Revista Latinoamericana de Teología 55 (2002), 33-46,
p.41.
[3] Cf. Blog
Super Martyrio, “Cómo comprobaron el
martirio Romero”, polycarpi.blogspot.com.ar/2015/02/como-comprobaron-el-martirio-romero.html.
[5] Blog Super Martyrio, “Cómo comprobaron el
martirio Romero”.
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