3. El martirio y la lucha por la
justicia
Habíamos planteado que el objetivo de este texto es honrar
la memoria de Ponce y que para ello una de las preguntas que nos hacemos es si
podemos recordarlo como mártir. Por eso ahora nos detendremos en algunas
consideraciones sobre el martirio tal como se lo entiende desde la mirada
renovada que trajo el Concilio Vaticano II y se vio enriquecida por la
reflexión latinoamericana.
El martirio en el posconcilio
El martirio por excelencia es el de Cristo. Él entrega
voluntariamente su vida para dar testimonio del amor misericordioso del Padre. Muchos
otros en la historia han entregado su vida por Jesucristo o por encarnar sus
enseñanzas. La Iglesia los considera mártires porque sus muertes están
asociadas a la muerte de Cristo. También hay muchos que sufrieron persecución
por sostener sus convicciones de fe, pero no llegaron a morir y se los reconoce
como confesores. Etimológicamente mártir significa testigo. Como Cristo, que es
el “testigo fiel” (Apoc 1,5), digno de fe, que da fe del amor de Dios y este testimonio provoca en nosotros la fe.
Del mismo modo, la sangre de los mártires mezclada con la de Cristo suscita
nuestra fe, hace creíble la Buena Noticia que trajo Jesús y que la Iglesia transmite.
Bien lo entendía Tertuliano cuando plasmó la inspiradora sentencia: “sangre de mártires, semilla de cristianos”.
La existencia de los mártires da cuenta de dos realidades
que despliegan su fuerza en la historia humana: la acción salvadora de Dios y
el misterio de iniquidad. Esto es, el
poder del Espíritu Santo que se encarna en personas concretas a tal punto que
llegan a un grado de amor en el que prefieren morir antes que resignar sus
convicciones, y el pecado que sigue enquistado en la humanidad generando
sistemas enfermos de relacionalidad que son capaces de presentar como deseable
la muerte de quien da testimonio de una convivencia basada en el amor y el
respeto a la dignidad de cada persona.
Desde los primeros mártires asesinados por el imperio romano
hasta el presente, el concepto de martirio ha tenido distintas acentuaciones.
No corresponde aquí ofrecer una panorámica. Pero sí notar que el Concilio
Vaticano II aportó una visión propia del martirio presentándolo en una
perspectiva claramente cristocéntrica. Según afirma R. Fisichella (actual arzobispo
y presidente del Pontificio Consejo para
la Nueva Evangelización) en el Nuevo Diccionario de Teología Fundamental,
para el Concilio lo normativo es el amor de Cristo, por tanto el acento no está
tanto en la profesión de fe del mártir sino en el amor que está en la base del
testimonio del santo. La noción preconciliar insistía en que la muerte debía
ser instigada por un rechazo a la fe del mártir. En cambio, Lumen Gentium 42 al hablar de martirio
no nombra el odium fidei ni la
profesión de fe, aunque ciertamente los supone, sino que prefiere hablar de
martirio como “signo del amor que se abre hasta hacerse total donación de sí”.[1] Más
adelante volveremos sobre la expresión odium
fidei, ya que entenderla correctamente resulta indispensable en una
teología del martirio.
Si se subraya más el amor que la fe se entiende mejor que hoy
se considere mártir a aquél que no sólo profesa la fe, sino que da testimonio de
ella luchando contra la injusticia. En palabras del teólogo italiano: “Si se asume este horizonte
interpretativo, resulta claro que el mártir no se limita ya a unos cuantos
casos esporádicos, sino que se le puede encontrar en todos aquellos lugares en los
que, por amor al Evangelio, se vive coherentemente hasta llegar a dar la vida
al lado de los pobres; de los marginados y de los oprimidos, defendiendo sus
derechos pisoteados”.[2]
El caso de Maximiliano Kolbe es un buen ejemplo de esta
ampliación del concepto de martirio que se da después del Concilio. Este
sacerdote franciscano polaco murió en Auschwitz después de haberse ofrecido
espontáneamente a reemplazar a uno de los prisioneros elegidos para morir de
hambre. Tras sobrevivir dos semanas en la celda del hambre se le quita la vida
con una inyección mortal el 14 de agosto de 1941. En 1971 es beatificado por
Pablo VI no como mártir sino bajo el título de “confesor” ya que, si bien su
muerte fue un acto de caridad sublime al morir por otro, no fue interrogado
directamente sobre su fe. Pero en 1982 Juan Pablo II, en contra del juicio de
algunos miembros de la curia romana, decide canonizarlo como mártir. En su
homilía el día de la canonización no aparece la expresión “mártir de la fe” y
está dedicada a mostrar el testimonio de amor que dio el padre Kolbe. De este
modo, Kolbe se constituyó en el primer santo que cambió de categoría entre las
dos etapas de la misma canonización.[3]
Martirio en América Latina
En nuestro continente han sido muchos los que murieron
luchando desde sus convicciones cristianas por una sociedad donde todos tengan
un lugar. Especialmente por enfrentarse a gobiernos dictatoriales en los
tiempos de la “guerra-fría-en-Norte-caliente-en-Sur” al que hicimos referencia.
Como a Jesús, los mataron no por profesar una fe sino por hacerla vida
poniéndose del lado de los que sufren la injusticia y ayudarlos a llevar su
cruz. Esto hizo que la reflexión sobre el martirio se constituya en uno de los
ejes de la teología latinoamericana. Especialmente en Centroamérica donde
abundó absurdamente la muerte por persecución: desde el arzobispo Óscar Romero
acribillado mientras celebraba la misa, el teólogo Ignacio Ellacurría y sus
compañeros mártires de la UCA, hasta las sangrientas masacres de campesinos como
la de la aldea de El Mozote donde en tres días fueron exterminados cerca de 900
hombres mujeres y niños, con la finalidad de aterrorizar al resto de los
campesinos.
Esta dolorosa realidad se impuso a la teología latinoamericana
y le dio su pathos específico. Los
teólogos no cultivaron una teología del martirio por moda o como artículo de
importación. Ellos no tuvieron sólo conceptos ante sí para reelaborar una
noción de martirio: estaban ante la realidad misma del martirio visceralmente
palpable en la vida de su pueblo.[4]
Muchos de ellos contaban con la posibilidad cierta de su propia muerte. El caso
más patente es el de Jon Sobrino, que salvó su vida porque no estaba en su
comunidad la noche que los militares salvadoreños entraron a la Universidad y
ultimaron a sus seis compañeros y a la cocinera junto con su hija menor de edad.
Incluso el propio K. Rahner, movilizado por el asesinato de
Romero en El Salvador escribió sobre la necesidad de ampliar el concepto
tradicional de martirio en uno de sus últimos artículos antes de morir.[5] Allí
se pregunta: “¿Por qué no habría de ser
mártir un monseñor Romero, por ejemplo, caído en la lucha por la justicia en la
sociedad, en una lucha que él hizo desde sus más profundas convicciones cristianas?”.[6]
Para ello reflexiona sobre si puede ser mártir quien muere, no pasivamente sino
luchando. Lo más común era pensar que el mártir debía recibir pasivamente la
muerte. No ir activamente hacia ella como
el soldado en guerra, sino recibirla por no apartarse del camino. Rahner
explica que “las diferencias que existen entre una muerte por la fe después de
una lucha activa y la muerte que se soporta pasivamente por la fe son demasiado
inconsistentes y difíciles de precisar”,[7]
por lo cual no se pueden separar en el plano conceptual. Hay que encontrar un
concepto de martirio que englobe ambas realidades. “En ambos casos, la muerte
es asumir la muerte de Cristo; un acto supremo de amor y valentía que realiza
el creyente abandonándose a la voluntad de Dios”.[8]
Sobre el trasfondo de voces que afirmaban que monseñor Romero
no podía ser mártir porque no había muerto por odio explícito a la fe, Rahner
se permite la ironía de explicar que Santa María Goretti es considerada mártir
siendo que murió por defender un valor de la moral cristiana como la virginidad.
Queda suspendida sobre el lector la pregunta: ¿acaso lo que vale para la
castidad no vale para la justicia?
El tratamiento del martirio representó un eslabón más en la
larga cadena de desencuentros entre el Vaticano y la Iglesia latinoamericana.
Un testimonio autorizado de esas diferencias encontramos en las memorias
póstumas de quien fuera en esos tiempos el Superior General de la Orden
Carmelita, el sacerdote mexicano Camilo Maccise. Allí da cuenta de los
prejuicios con que miraban desde Roma la muerte de Romero. Un cardenal, al
enterarse de su asesinato en el altar comentó textualmente: “Lo siento, porque
se cometió un sacrilegio. Por otra parte, él se lo buscó por haberse metido en
política”.[9]
También relata cómo medían con distinta vara en la Santa Sede a los cristianos
muertos por resistir la opresión en América Latina de los que morían en
sociedades gobernadas por el comunismo: “Tachaban
de política partidista lo que no era sino defensa de los derechos de los
oprimidos… cuando se trataba de América Latina. En cambio, la política
partidista que obispos, sacerdotes y religiosos realizaban en algunos países
europeos era considerada legítima”.[10]
Pone como ejemplo la exaltación que se hacía del “martirio” del padre
Popieluszko, capellán de los obreros siderúrgicos de Huta (Polonia), torturado
y asesinado por la policía por motivos políticos en 1985 (ibíd.).
En el documento de Aparecida (2007) la Iglesia parece
capitalizar parte de la reflexión latinoamericana sobre el martirio. En el
número 98, si bien no se utiliza la palabra mártir, se habla de los “santos no
canonizados” y “testigos de la fe” que fueron perseguidos y murieron por su
compromiso con los más pobres, remarcando que se entregaron a Cristo, a la
Iglesia y a su pueblo: “Su empeño [de la
Iglesia] a favor de los más pobres y su lucha por la dignidad de cada ser
humano han ocasionado, en muchos casos, la persecución y aún la muerte de
algunos de sus miembros, a los que consideramos testigos de la fe. Queremos
recordar el testimonio valiente de nuestros santos y santas, y de quienes, aun
sin haber sido canonizados, han vivido con radicalidad el Evangelio y han
ofrendado su vida por Cristo, por la Iglesia y por su pueblo” (DA 98). El
teólogo peruano Gustavo Gutiérrez, en una conferencia dada recientemente en el
Vaticano, sostuvo que el hecho de que Aparecida incluya en la noción de
martirio a quienes dieron su vida “por su
pueblo” representa un enriquecimiento en la tradición de la Iglesia (Cf. Presentation of the General Assembly of
Caritas Internationalis - 2015.05.12, www.youtube.com/watch?v=PhnYnGKDsd0,
52’10”). No sorprende semejante afirmación si consideramos que cuando el obispo
Pedro Casaldáliga fue llamado en 1988 a la Santa Sede a un “diálogo” con la
Congregación para la Doctrina de la Fe, entre otros reclamos se le dijo: “Ustedes llaman mártires a monseñor Romero,
a… Es bueno recordar a ciertos personajes que se dedicaron al pueblo, ¡pero
llamarlos mártires!” (Maccise, En el
invierno…, p.73). A lo que el obispo brasilero respondió: “Nosotros sabemos distinguir entre los
mártires ‘canónicos’ oficialmente reconocidos por la Iglesia y esos otros
muchos mártires que llamamos mártires del Reino, que dieron su vida por la
justicia, por la liberación… Sí, yo escribí un poema a San Romero de América.
Así lo considero, santo, mártir nuestro”.[11]
América Latina es, como dicen los obispos en Puebla, una originalidad histórico cultural.[12] Algo
nuevo en la historia, distinto de Europa o de Oriente. Como tal, la fe vivida
mostró aquí nuevas dimensiones al encarnarse en un pueblo nuevo. Al menos en la
teoría, no debería extrañar que también el martirio -testimonio supremo de una
fe encarnada- ofrezca aquí un perfil propio, un nuevo tipo histórico
cultural de martirio.[13] A
esto se suma que la gran mayoría de estos mártires latinoamericanos
testimoniaron su amor a Cristo en un contexto de convulsiones políticas. Conflictos
que tienen que ver con la historia y el ser latinoamericano y que fácilmente se
los malinterpreta cuando se los mira desde el Norte con las categorías de
análisis propias de sus sociedades.
Martirio y política
Muchos de estos mártires militaron por determinadas opciones
políticas como modo de tomar partido por las víctimas. Pensemos por ejemplo en
Carlos Mugica. Esta dimensión política de sus vidas no los hace menos
cristianos a estos hombres y mujeres que se entregaron de lleno al sueño de una
patria más justa con los pobres. De un verdadero compromiso con el mensaje de
fraternidad de Jesucristo debe nacer la búsqueda de una sociedad más justa y
esto tiene siempre consecuencias políticas. Sería un reduccionismo desencarnado
pretender que un mártir sólo haya actuado en el terreno religioso. Expresa una
falsa dicotomía la pregunta: ¿murió por la fe o por la política? Hay motivos
políticos ciertamente. Pero esos motivos políticos se unen y cabalgan sobre los
motivos de fe.
Aun así, aceptando la validez de una opción política desde
el Evangelio, hay que reconocer que no fue esto lo que predominó en Ponce de
León. Recordemos que Saint Amant decía de él que “predicaba como conservador”. No
había fuertes definiciones políticas en su ministerio. Ponce, por ejemplo, no
propugnaba públicamente una reforma agraria, ni se identificaba con la
resistencia peronista, ni tenía un rol destacado en la lucha por los derechos
humanos. Ponce era un pastor tal como entendía que debía ser según la nueva
Iglesia que se habían propuesto construir en el Concilio Vaticano II. Una
Iglesia cercana al pueblo y que por tanto no podía ser ajena al dolor que lo
desgarraba. Por supuesto que era consciente de que esta renovación de la
Iglesia era mirada con prejuicios. En la Carta Pastoral de Cuaresma de 1974
decía: “No ignoramos las acusaciones
politizantes ni la ubicación tercermundista de las actividades renovadoras y
experiencias peligrosas por las cuales somos juzgados con frecuencia. Todo ello
nos alegra porque es vida…”.[14]
Pero esto no lo desanimaba ni le daba la excusa para desentenderse de la
situación. Su corazón de pastor no medía riesgos para buscar que la Iglesia se
haga prójimo de cualquiera que esté tirado al borde del camino. Esas
convicciones evangélicas y conciliares fueron las que lo llevaron a
comprometerse con las familias de los desaparecidos.
P. Quique Bianchi
[2] Ibíd.
[4] Cf. J. Sobrino,
“De una teología sólo de la liberación a una teología del martirio”, Revista
Latinoamericana de Teología 28 (1993), 27-48.
[6] Ibíd. p. 323.
[7] Ibíd.
[8] Ibíd.
[9] C. Maccise, En el invierno eclesial. Luces y sombras de una experiencia, Ed.
Debate, 2015, p.102.
[10] Ibíd.
p.74.
[11] Ibíd.
[12] DP 446.
[14] Comisión diocesana pro informe testimonial
sobre Ponce de León, Cartas y
exhortaciones pastorales de Monseñor Carlos Horacio Ponce de León,
p.23.
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