Hoy
recordamos el 40° aniversario de fallecimiento del obispo Carlos Horacio Ponce
de León.
A continuación les comparto un escrito del padre Enrique C. Bianchi que se titula "PONCE DE LEÓN, OBISPO Y MÁRTIR" publicado en la revista Vida Pastoral (Julio 2017).
Cabe
aclarar que este escrito lo compartiré en cuatro partes
Ponce de León, obispo y mártir[1]
Hay momentos en la vida en que se percibe con claridad
fulminante la gratitud que es debida a quienes abrieron los caminos que hoy transita
nuestra historia personal. Sus luchas -y su sangre a veces- fueron marcando una
huella en la que otros, muchos años más tarde, encontramos un rumbo para vivir
y profundizar la entrega que da sentido a nuestra vida cristiana. Es ese
sentimiento de filial reconocimiento el que inspiran estas páginas, que tienen
como única intención la de honrar la
memoria de quien fuera el pastor que en la diócesis de San Nicolás llevó
adelante la primera recepción del Concilio Vaticano II y uno de los pocos
obispos que se enfrentó con la dictadura militar por defender a las víctimas
del terrorismo de Estado: monseñor Carlos Horacio Ponce de León. Tómense estas
reflexiones como un filial homenaje a su memoria en el año del 40 aniversario
de su muerte. No pretendemos aquí adelantarnos al juicio de la Iglesia
proclamándolo mártir, pero sí queremos hacernos seriamente la pregunta sobre la
pertinencia de este título.
1. Planteo: terrorismo de Estado y memoria de Ponce
“No he venido a ser servido
sino a servir” fue su lema episcopal. Quienes lo conocieron afirman que lo
vivió con intensidad. Nacido en la ciudad de Navarro en 1914, se ordenó
sacerdote para la arquidiócesis de Buenos Aires en 1939. Fue un activo párroco
en varias parroquias hasta que Juan XXIII lo nombró obispo auxiliar de Salta en
1962. Como joven obispo participó del Concilio Vaticano II y tomó con
entusiasmo la renovación que se proponía la Iglesia en esos tiempos. Es así que
llega a la diócesis de San Nicolás como su tercer obispo el 18 de junio de
1966.
Durante los once años que condujo pastoralmente la diócesis
llevó adelante todo tipo de iniciativas con el fin de construir una Iglesia más
afín a lo que buscaba el Concilio. Como un buen pastor, fue especialmente
cercano a los pobres y a cualquier situación de dolor de su gente. Pero lo que resalta
en su ministerio episcopal, y que toma una dimensión cada vez mayor con la
perspectiva que nos va dando la historia, fue su compromiso con los familiares
de presos políticos y desaparecidos durante la dictadura militar que gobernó en
la Argentina entre 1976 y 1983. Esta actitud le valió la enemistad de las
autoridades militares y marcó sus últimos días.
No nos detendremos aquí en una presentación de la semblanza
pastoral del obispo, por cierto muy rica sobre todo en lo relativo a la
aplicación del Concilio. Desde 2006 se dedica a ello una Comisión diocesana pro informe testimonial sobre Ponce de León. Del
invaluable trabajo de esta Comisión se gestó la mayor parte del material que
consultamos. En estas reflexiones, para preguntarnos sobre la posibilidad de su
martirio, pondremos el foco en su enfrentamiento con la dictadura militar.
Un infierno que aun crepita en la memoria
Hoy, transcurridos más de treinta años de vida democrática,
los argentinos somos conscientes de que en esa etapa triste de nuestra historia
el gobierno de facto -so pretexto de “poner orden” ante el espiral de violencia
fratricida que comenzó con el bombardeo de la Plaza de Mayo en 1955-, desplegó
todo tipo de actividades de terrorismo de Estado. Acciones criminales que en algunos
casos buscaban reprimir la violencia guerrillera, pero que por tratarse de
crímenes perpetrados con el poder del Estado tienen una responsabilidad
cualitativamente distinta que los delitos cometidos por civiles. Al reflexionar
sobre esos años de plomo no podemos hacerlo sin dejar claro que hay una
profunda asimetría entre la violencia subversiva y la violencia llevada
adelante con toda la fuerza de las instituciones del Estado, que existen para
gobernar en justicia a un país, no para cometer crímenes. No es admisible un
análisis que considere que se trataba de una guerra entre dos demonios de
similares magnitudes.
Para el gobierno militar de aquellos años, todo era válido para
sacar de en medio a quienes consideraba enemigos: secuestros clandestinos,
torturas, vuelos de la muerte, desaparición de personas, apropiación y venta de
bebés, y asesinatos bajo apariencia de accidente, entre otras muchas crueldades
que duele recordar. Basta una ojeada al libro Nunca más para volver a estremecerse con el infierno de esos
tiempos que –en palabras del poeta Juan Gelman- sigue crepitando en la memoria
de quienes aún hoy esperan alguna noticia de sus desaparecidos.[2]
Cualquier persona por el sólo hecho de ser pariente, o
figurar en una agenda de alguien con militancia política sospechosa, podía ser secuestrado
y pasar a formar parte del limbo de los “desaparecidos”. Los parientes del
desaparecido, que desesperadamente buscaban una noticia sobre su paradero, eran
sometidos a una especie de extorsión moral por la que veían que guardar
silencio era la única posibilidad de salvar la vida de quien se negaban a
aceptar que nunca volverían a ver. Con el recurso a la desaparición de personas,
los militares obtenían un doble efecto: por un lado, eliminaban un adversario
(real o imaginario), pero a la vez sembraban un miedo monstruosamente mezclado
con esperanza en aquellos que sufrían la desaparición de un ser querido.[3]
En esa situación de angustia infinita eran pocas las puertas
a las que podían llamar confiadamente. En San Nicolás, una de esas puertas fue la
del obispo: monseñor Carlos Horacio Ponce de León. En su despacho recibía
permanentemente a familiares de detenidos o desaparecidos cualquiera sea su
signo político e intercedía por ellos tocando cualquier resorte de poder que
tuviera a su alcance. Su corazón de pastor se conmovió profundamente por el
dolor de estas madres y, como el buen samaritano, hizo acción de esa compasión
aún a riesgo de su prestigio y su vida. Por lógica decantación, su actitud de
compromiso con estas víctimas fue derivando en un enfrentamiento con las
autoridades militares.
Hay muchísimos testimonios de la valentía del obispo y del
consuelo que daba su apoyo. Si algo destacan todos es que buscaba ayudar al que
sea, sin miramientos. José María Budassi, un ex preso político que reconoce que
le debe la vida, dice: “cuando había
persecución no se fijaba cuál era el credo político o religioso de las
personas. Por el sólo hecho de ser un ser humano él lo ayudaba”. Una buena
idea del consuelo que daba la actitud de Ponce nos la ofrece el testimonio de
Rafael Restaino, un historiador de Pergamino. Detenido en esta ciudad, fue
trasladado a San Nicolás. Cuando se enteró de que el obispo visitaba a los
presos desconfió instintivamente: “fui
uno de los pocos, que no le interesó entrevistarse con él pues desconfiaba de
todo lo que olía a clerical”. Sin embargo, después accedió porque consideró
importante hacerle saber que estaban retirando presos políticos por la noche.
Pudo tener dos entrevistas con el obispo, de las cuales le quedó un recuerdo
imborrable: “Algunas cosas recuerdo de
ellas: la atención para escuchar el testimonio, su rostro o mejor dicho su
mirada que me permitió confiar, pero sobre todo la paz que sentí después de
hablar con él. Desde aquel momento nunca más tuve dudas de decir que era
creyente. Me fue sumamente fácil decir que creía en Dios porque lo sentí en
forma de alivio, de paz. Esta experiencia la relaté con los compañeros y todos
de alguna manera -hasta los comunistas- habían sentido algo parecido. Es que
este Obispo con su actitud valiente hizo entre otras cosas que no nos
sintiéramos tan solos. Nos hizo sentir que estábamos acompañados, que alguien
vigilaba por nosotros. Nunca voy a olvidar a Ponce de León, nunca voy a olvidar
a ese hombre con quien tuve sólo dos entrevistas, unos diez minutos en total;
pero qué diez minutos”.[4]
La valentía con que Ponce tomó partido por quienes sufrían
los crímenes de la dictadura y sus molestas gestiones para conseguir
información a los familiares fueron tensando la cuerda con las autoridades, especialmente
con el teniente coronel Manuel Fernando Saint Amant, por entonces jefe del Área
militar 132 (que abarcaba San Nicolás y varias ciudades vecinas, formando una
región similar a la de la diócesis de San Nicolás). Se enfrentaron varias veces
cara a cara. En una ocasión el obispo se apersonó durante un operativo de
requisa a una parroquia. Saint Amant lo recibió con dureza: “¿Qué hace usted
aquí?”, a lo que Ponce respondió: “¿Qué hace usted? Yo soy el dueño de casa”. Uno de los momentos más difíciles
de esa tensión entre ambos personajes de carácter fuerte, seguramente fue el
que se dio a una semana del golpe militar. El 1 de abril de 1976, Saint Amant
encarceló a tres sacerdotes. El obispo sufrió en carne propia lo que es ser
padre de presos políticos. Los visitó en la cárcel y buscó afanosamente el modo
de liberarlos. Se aproximaba la Semana Santa y los militares querían que se
celebre normalmente en las parroquias de los sacerdotes detenidos. Ponce se
negó y pidió que si había una causa justa para las detenciones que se las
expliquen a la gente, pero si no había motivos válidos las parroquias iban a
seguir desiertas. Luego de tres días de negociaciones, consigue que se los
entregue y pasan una semana más como “detenidos” en el obispado, bajo la
palabra del obispo.
Fue en ese clima de decidida hostilidad que el entonces
obispo de San Nicolás encontró la muerte en un dudoso accidente de tránsito. En
la fría mañana del 11 de julio de 1977, en la vieja ruta 9, camino a Buenos
Aires, a la altura de Ramallo una camioneta Ford F100 que viene en sentido
inverso y se cruza repentinamente en su camino. El impacto brutal del frágil
Renault 4 en la puerta derecha de la camioneta deja malherido a Ponce de León, quien
-luego de ser atendido en el hospital de Ramallo- muere en una clínica en San
Nicolás.
Apenas habían transcurrido once meses de la muerte en las
rutas riojanas de otro obispo que resultaba una piedra en el zapato del
gobierno militar: monseñor Enrique Angelelli. Sobre este caso, la justicia en
2014 dictaminó sin lugar a dudas que se trató de un asesinato que intentaba
guardar las apariencias de un accidente vial. Dice el veredicto: “[los hechos que terminaron con la vida de
Angelelli] fueron consecuencia de una acción premeditada, provocada y ejecutada
en el marco del terrorismo de Estado y por lo tanto constituyen delitos de lesa
humanidad”.[5]
Fue decisivo en ese juicio la presentación por parte del obispado de La Rioja
de dos documentos que estaban en el archivo del Vaticano y que el Papa
Francisco le entregó al obispo riojano. Esta sentencia judicial facilitó la
posibilidad de presentar la vida y la muerte de Angelelli como un testimonio
excepcional de lo que significó predicar el Evangelio hasta derramar la sangre
en esa etapa de nuestra historia. Esto es, venerarlo como un mártir de la Iglesia
católica. A poco de terminar el juicio, se comenzó en la Rioja la causa de
canonización de monseñor Enrique Angelelli como mártir. El proceso está unido
al de otros tres asesinados antes que él, dos sacerdotes (Gabriel Longueville,
Carlos Murias) y un laico (Wenceslao Pedernera). La fase diocesana duró un año
y medio y en la actualidad la causa ya está en Roma.[6]
Investigación judicial y martirio
En el caso de Ponce de León, la justicia todavía investiga las causas
de su muerte. Al igual que con Angelelli, hubo un rápido y breve proceso
judicial a poco de su muerte, en pleno auge del poder del gobierno militar.
Luego de una sumaria investigación, -que no incluyó más relato de los hechos
que el del presunto conductor de la camioneta, ni una autopsia al obispo, ni
una investigación de la conexión entre la empresa dueña de la camioneta y el Ejército-,
el chofer que hizo la “maniobra imprudente” fue inhabilitado para conducir
vehículos durante cinco años.
En este contexto, podemos hacernos estas preguntas: ¿qué sucede
si la justicia nunca se pronuncia sobre las causas de su muerte?, ¿o si declara
que fue realmente un accidente?, ¿podemos recordar a Ponce como mártir si no
hay pruebas de que fue asesinado? A simple vista, esta cuestión puede parecer menor
para muchos que ya valoramos el testimonio de entrega martirial de este obispo.
Pero creemos que merece ensayarse una respuesta desde la historia y la teología
para hacer justicia con la memoria de Ponce de León y su modo de encarnar el
ministerio episcopal en la encrucijada del posconcilio y la etapa más difícil
de nuestra historia reciente. Y para difundir su ejemplo, que como el de tantos
que dieron su vida por la fe, siempre es una semilla fecunda en la vida de la
Iglesia.
Decimos que la respuesta debe buscarse en la historia y en
la teología porque para pensar si murió como un mártir debemos preguntarnos por
los hechos históricos que rodearon y precipitaron su muerte y sobre la noción
teológica del martirio. Este es el camino que seguiremos en nuestra exposición.
Primero presentaremos el contexto de amenazas reales que vivía el obispo y su perseverancia
en una actitud de compromiso con las víctimas de las acciones criminales del
gobierno, siendo plenamente consciente de que eso lo ponía en un serio peligro
de muerte. Lo haremos sobre todo desde los informes secretos que enviaba el
teniente coronel Saint Amant desde San Nicolás denunciando el “accionar
subversivo” de este obispo que dirigía “fuerzas
enroladas sustancialmente en las filas del enemigo” (sic). La sola lectura
de esa correspondencia deja, a cualquiera que no niegue lo que pasaba en la
dictadura, la fuerte sensación de que Ponce estaba condenado a muerte.
Luego intentaremos
presentar sucintamente una noción posconciliar y latinoamericana de martirio,
que incluye el compromiso con la justicia y los derechos humanos contando con
la posibilidad cierta de la muerte, tal como se utilizó para solicitar la canonización
de monseñor Romero en El Salvador y -suponemos- se intentará en el proceso de
monseñor Angelelli.
P. Quique Bianchi
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[1] Publicado como: Enrique C. Bianchi, “Ponce de León, obispo y mártir”, Vida Pastoral 363 (julio 2017).
[2] Cf. Juan Gelman,
Apertura del Primer Encuentro
Internacional de Memoria Histórica en la Universidad de Salamanca,
disponible en: http://elpais.com/diario/2008/11/29/cultura/1227913202_850215.html.
[3] Esta situación de extorsión moral es explicada
brillantemente en una conferencia que da Julio Cortázar en París en 1981. En un
fragmento dice: “La extorsión moral … es la prolongación abominable de ese
estado de cosas donde nada tiene definición, donde promesas y medias palabras
multiplican al infinito un panorama cotidiano lleno de siluetas crepusculares
que nadie tiene la fuerza de sepultar definitivamente… Y si toda muerte humana
entraña una ausencia irrevocable, ¿qué decir de esta ausencia que se sigue
dando como presencia abstracta, como la obstinada negación de la ausencia
final? Ese círculo faltaba en el infierno dantesco, y los supuestos gobernantes
de mi país, entre otros, se han encargado de la siniestra tarea de crearlo y de
poblarlo”. J. Cortázar, Negación del olvido, disponible en: http://www.cels.org.ar/common/documentos/cortazar_negacion_olvido.pdf.
[4] Comisión
diocesana pro informe testimonial sobre Ponce de León, Monseñor Ponce, 2008, p.14.
[5] Centro de Información Judicial, http://cij.gov.ar/d/doc-7886.pdf.
[6] Cf. Vatican
Insider, Entrevista a Luis
Liberti. A la Iglesia le falta verbalizar la dictadura, 8/3/2017, http://www.lastampa.it
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