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lunes, 12 de diciembre de 2016

"LA VOZ DE LA TÓRTOLA SE HA ESCUCHADO EN NUESTRA TIERRA". - VIRGEN DE GUADALUPE



FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE. 


Según una constante y sólida tradición, la imagen de la Virgen de Guadalupe, a raíz de su impresión en la tilma del indio Juan Diego en 1531, en la ciudad de México, permaneció algunos días en la capilla episcopal del obispo fray Juan de Zumárraga, y luego en el templo mayor. El 26 de diciembre de ese mismo año fue trasladada solemnemente a una ermita construida al pie del cerro del Tepeyac. Su culto se propagó rápidamente e influyó mucho para la difusión de la fe entre los indígenas. Después de habérsele construido sucesivamente otros tres templos al pie del cerro, se construyó el actual, que fue terminado en 1709 y elevado a la categoría de basílica por san Pio X en 1904. En 1754, Benedicto XIV confirmó el patronato de la Virgen de Guadalupe sobre toda la Nueva España (desde Arizona hasta Costa Rica) y concedió la primera misa y Oficio propios. Puerto Rico la proclamó su Patrona en 1758. El 12 de octubre de 1895 tuvo lugar la coronación pontificia de la imagen, concedida por León XIII, el cual había aprobado un año antes un nuevo Oficio propio. En 1910, san Pio X la proclamó Patrona de la América Latina; en 1935, Pio XI la nombró Patrona de las Islas Filipinas; y, en 1945, Pio XII le dio el título de Emperatríz de América.
La veneración a la Virgen de Guadalupe despierta en el pueblo una grande confianza filial hacia ella, ya que se presenta solícita para dar auxilio y defensa en las tribulaciones; es, además, un impulso hacia la práctica de la caridad cristiana, al mostrar la predilección de María por los humildes y necesitados, y su disposición por remediar sus angustias. 


LA VOZ DE LA TÓRTOLA SE HA ESCUCHADO EN NUESTRA TIERRA.

Un sábado de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, un indio de nobre Juan Diego iba muy de madrugada del pueblo en que residía a Tlatelolco, a tomar parte en el culto divino y a escuchar los mandatos de Dios. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyac, amanecía, y escuchú que le llamaban de arriba del cerrillo: "Juanito, Juan Dieguito." 

Él subió a la cumbre y vió a una señora de sobrehumana grandeza, cuyo vestido era radiante como el sol, la cual, con palabra muy blanda y cortés, le dijo: "Juanito, el más pequeño de mis hijo, sabe y ten entendido que yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen. Ve al Obispo de México a manifestarle lo que mucho deseo. Anda y pon en ello todo tu esfuerzo." 

Cuando llegó Juan Diego a presencia del Obispo Don Fray Juan de Zumárraga, religioso de san Francisco, éste pareció no darle crédito y le respondió: "Otra vez vendrás y te oiré más despacio." 

Juan Diego volvió a la cumbre del cerrillo, donde la Señora del Cielo le estaba esperando, y le dijo: "Señora, la más pequeña de mis hijas, niña mía, expuse tu mensaje al Obispo, pero pareció que no lo tuvo por cierto. Por lo cual te ruego que le encargues a alguno de los principales que lleve tu mensaje para que le crean, porque yo soy sólo un hombrecillo." 

Ella le respondió: "Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo y le digas que yo en persona la siempre Virgen santa María, Madre de Dios, soy quien te envió." 

Pero al dIa siguiente, domingo, el Obispo tampoco le dio crédito y le dijo que era muy necesaria alguna señal para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo. Y le despidió. 

El lunes, Juan Diego ya no volvió. Su tío Juan Bernardino se puso muy grave y, por la noche, le rogó que fuera a Tlatelolco muy de madrugada a llamar un sacerdote que fuera a confesarle. 

Salió Juan Diego el martes, pero dio vuelta al cerrillo y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo. Más ella le salió al encuentro a un lado del cerro y le dijo: "Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es
nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿no estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿no estás bajo mi sombra? ¿no estas por ventura en mi regazo? No te aflija la enfermedad de tu tío.
Está seguro de que ya sanó. Sube ahora, hijo mío, a la cumbre del cerrillo, donde hallarás diferentese flores; córtalas y tráelas a mi presencia." 

Cuando Juan Diego llegó a la cumbre, se asombró muchísimo de que hubiesen brotado tantas exquisitas rosas de Castilla, porque a la sazón encrudecía el hielo y las llevó en los pliegues de su tilma a la Señora del Cielo.

Ella le dijo:
"Hijo mío, ésta es la prueba y señal que llevarás al Obispo para que vea en ella mi voluntad. Tú eres mi embajador muy digno de conrianza." 

Juan Diego se puso en camino, ya contento y seguro de salir bien. Al llegar a la presencia del Obispo, le dijo: "Señor, hice lo que me ordenaste. La Señora del Cielo condescendió a su recado y lo cumplió. Me despachó a la cumbre del cerrillo a que fuese a cortar varias rosas de Castilla. Y me dijo que te las trajera y que a ti en persona te las diera. Y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad. Helas aquí: recíbelas." 

Desenvolvió luego su blanca manta, y, así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac. 

La ciudad entera se conmovió, y venía a ver y a admirar su devota imagen y hacerle oración, y, siguiendo el mandato que la misma Señora del Cielo diera a Juan Bernardino cuando le devolvió la salúd se le nombró, como bien había de nombrarse: "La Virgen santa María de Guadalupe."

Del Nicán Mopohua, relato del escritor indígena del siglo dieciseis don Antonio Valeriano 

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