viernes, 18 de septiembre de 2015

PATRONO DE LOS ESTUDIANTES - SAN JOSÉ DE CUPERTINO




San José de Cupertino (1603-1663)


Por aquellas calendas agitábanse los pueblos con las convulsiones propias del nacimiento de una nueva época: la Edad Moderna.

El antes glorioso Imperio otomano estaba en decadencia; Rusia se regía por zares, sedientos de grandezas; en Alemania se incubaban guerras intestinas; otro tanto ocurría en Inglaterra en los inicios de su hegemonía marítima; en Francia el «Rey Sol» deslumbraba con las fastuosidades de su Versalles; mientras que íbase declinando el poderío español.

En estos momentos históricos, siendo papa Clemente VIII y reinando en España y Nápoles Felipe III, plugo a Dios que viniera al mundo el niño José Desa, como para confundir con su ignorancia a los petulantes de aquel siglo.

Ni por razón de la patria, ni del hogar, puede decirse que resplandeciera este gran santo desde su infancia.

Vino al mundo en un establo de la pequeña aldea napolitana de Cupertino. Su madre, Francisca Panara, hubo de refugiarse en aquel escondrijo, para huir de los ejecutores de la sentencia de embargo, dictada contra el cabeza de familia, Félix Desa, por no poder pagar a sus acreedores.

Eran gente honrada; pero los escasos ingresos de un pobre carpintero de aldea no permitían vivir con deshago económico y, como los agentes judiciales no suelen tener entrañas de misericordia...

En compensación de estas penurias económicas, abundaba aquella familia de caudales de fe tradicional y buenas costumbres, por lo que el pequeño fue educado en el santo temor de Dios y la mayor pureza de vida. Para ponerle bajo la protección de la Santísima Virgen, le añadieron en la confirmación el sobrenombre de María, y así José María desde su infancia pudo contar con dos madres: la del cielo y la de la tierra.

Era ésta una ruda aldeana de carácter fuerte, que no le consentía el menor desliz o travesura, castigándole duramente, hasta el extremo de dejarle alguna noche fuera de casa, teniendo que refugiarse, para dormir, en el atrio de la iglesia parroquial, según cuentan algunos autores.

En lo que todos sus hagiógrafos coinciden es en afirmar que era de muy cortos alcances intelectuales, por lo que no pudo lograr casi ningún adelanto en la escuela rural, donde le matricularon sus padres.

En vista de que el estudiar era para él tiempo perdido, le sacaron de la escuela sin saber leer y, para que ayudase a aliviar las angustias domésticas, le pusieron sus padres como aprendiz en la zapatería del pueblo.

No era muy complicado este oficio de artesanía; mas la ineptitud de José para los estudios corrió pareja con la que mostraba en este aprendizaje, durante el que más de una vez tendría que experimentar las caricias del tirapié, para que se espabilase...

Desechado como inútil por el maestro zapatero, hubo de quedarse en su propia casa, cuyos problemas agrandó más, en vez de ayudar a resolverlos, porque le sobrevino entonces una larga y penosa enfermedad. Su cuerpo se le cubrió de postemas repugnantes y dolorosas, que le ocasionaban muchos sufrimientos, aunque supo soportarlos con ejemplar paciencia, hasta que un buen día la Santísima Virgen le devolvió la salud.

Una vez repuesto corporalmente, como para nada servía, se dedicó a una vida de oración y caridad, prestando a todos, con mejor gana que acierto, sus pobres servicios.

Para lo único que tenía gran habilidad era para orar y mortificarse. Se pasaba largas horas de hinojos en la iglesia, y ni se preocupaba de comer, siendo frugalísimo su alimento, cuando le obligaban a tomarlo.

Llamado a la Vida Religiosa y Fracasos Intelectuales

Así fueron pasando los días de su adolescencia y, al frisar en los diecisiete años, sintióse llamado a la vida religiosa en la Orden de los franciscanos conventuales.

Para solicitar el ingreso en ella, acudió a un convento que le era conocido, por tener allí dos tíos suyos frailes. Gracias a la eficaz recomendación de éstos, fue admitido como lego, ya que, por su ineptitud para las letras, no podía aspirar al sacerdocio. Viéndose en la casa de Dios, se acrecentaron sus fervores, de tal modo que sólo se preocupaba de orar y hacer penitencia, pero descuidando y realizando mal los encargos que se le hacían. Todos reconocieron que era muy santo, pero inútil para la vida de comunidad, pues no servía ni para pelar patatas o fregar platos, por lo que hubieron de despedirle del convento, con gran pena de todos.

Fracasado este primer intento, pensó en pedir el hábito en otra Orden y, en 1620, llamó a las puertas del convento que tenían los capuchinos en Martina.

El ambiente de pobreza y recogimiento de aquella casa encantó a José. Los religiosos también quedaron gratamente impresionados al ver su profunda humildad y oírle hablar de las cosas divinas con tanto fervor, por lo que, ad experimentum, le recibieron entre los hermanos legos. Pronto llegaron hasta allí rumores de que se trataba de un haragán histérico, inservible para todo. Las sencillas pruebas a que le sometieron confirmaron estas apreciaciones: la santidad de aquel postulante no parecía muy sólida, ya que lo que le sobraba de oración, le faltaba de obediencia, pues se olvidaba de los encargos o los hacía al revés. A su capacidad deficiente en lo intelectual, se le añadieron raras enfermedades en los ojos y en las rodillas, por lo que hubieron de despedirle con pena por inservible.

Así plugo al Señor acrisolar a esta alma predilecta suya, llevándole por la penosa senda de las humillaciones y fracasos. Para colmo de desdichas, cuando retornó a su hogar, vio que había muerto su padre, y los acreedores de éste quisieron poner en la cárcel al hijo, para saldar las cuentas familiares; pero ¿de dónde sacaría dinero, si para nada servía?...

Como José supo que uno de sus tíos franciscanos estaba predicando en Vetrara, decidió encaminarse allá, para impetrar orientación y auxilio.

El buen franciscano, en vista del doble fracaso de su sobrino, le recibió con mal talante, reprendiéndole por su inconstancia e inutilidades; pero compadecido y edificado al ver su humildad, se animó a recomendarle a sus hermanos de la pequeña residencia de Santa María de Grotella, donde fue admitido, en 1621, como mero oblato, para ayudar en los servicios más ínfimos.

Aquellos padres conventuales, religiosos de mucho espíritu, supieron apreciar el oro de santidad, encubierto bajo la escoria de las deficiencias del joven oblato, y le admitieron como novicio en 1625, ciñéndole el glorioso cordón franciscano. ¡Todo se lo debía a su Madre del cielo!

El humilde fray José, al verse tonsurado y recibido entre los aspirantes al sacerdocio, henchióse de santo júbilo; pero no cesaron por eso sus amarguras, pues el nuevo género de vida le obligaba a dedicar largas horas al estudio y sus cortas facultades mentales no daban para tanto. Las letras no entraban en su cabeza y a duras penas logró aprender a traducir el sencillo lenguaje evangélico. Cada examen era para él un martirio y un fracaso...

Mas sus progresos en la virtud eran extraordinarios y compensaban este retardo mental; en vista de ello, sus superiores decidieron en 1626 concederle la profesión, al terminar su noviciado, y hasta le dispensaron de los exámenes, para que el señor obispo de Nardó, don Jerónimo de Franchis, le concediera las órdenes menores y el subdiaconado, que recibió el 30 de enero y el 27 de febrero respectivamente.

Al aspirar al diaconado, quiso el señor obispo examinarle personalmente, lo que puso a fray José en un trance peligroso. Temblando fue hacia la sede episcopal, después de haberse encomendado con todo fervor a su querida Virgen de la Grotella. Como de costumbre, presentó el prelado al ordenando los evangelios, para que picase, leyera e hiciese la exégesis del que le correspondiese. Abrió el libro, al azar, por el texto mariano: Beatus venter, qui te portavit... («¡Dichoso el seno que te llevó...!» Lc 11,17), y al punto lo tradujo con tal maestría y lo explanó con tan devota elocuencia, que a todos dejó prendados de su saber, por lo que pudo recibir el diaconado el 30 de marzo del mismo año.

Salvado así este difícil trance, prosiguió fray José sus estudios con igual tesón e idéntico resultado fatal en el aprovechamiento, hasta que, para aspirar al presbiterado, hubo de presentarse ante el tribunal que presidía el obispo de Castro, don Juan Bautista Detti. Presentóse con otros compañeros de claustro que tenían grandes dotes de talento, por lo que el contraste habría de resultarle muy bochornoso; pero la Santísima Virgen se valió de esto mismo para sacar con bien a su devoto; los primeros examinandos probaron su competencia con tal brillantez, que aquel prelado, aunque tenía fama de riguroso, creyendo que todos los condiscípulos estarían a la misma altura, suspendió la sesión, cuando le iba a tocar a fray José, y dio por aprobados a los restantes... Por tan extraordinario favor pudo recibir el 18 de marzo de 1628 la ordenación sacerdotal.

Como reconocía que su ordenación era un singular favor de la Santísima Virgen de la Grotella, en este reducido santuario quiso celebrar su primera misa, para dedicar las primicias del sacerdocio a su celestial Madre.

Milagros

Desde entonces se repitieron casi diariamente los éxtasis y comenzó a prodigar favores milagrosos a cuantos necesitados de auxilio recurrían al convento. Una vida tan extraordinaria y tales hechos taumatúrgicos originaron envidias, habladurías y rumores calumniosos, que llegaron hasta las oficinas curiales, por lo que cierto vicario se creyó obligado a delatar el caso de fray José al Santo Tribunal de la Inquisición, que funcionaba en Nápoles. Tremenda y afrentosa era esta prueba, ya que este Tribunal se cuidaba de extirpar la plaga de herejes y hechiceros. Los inquisidores tomaron cartas en asunto de tanta resonancia en la provincia de Bari y citaron a juicio al acusado.

Harto prolijo y a fondo debió ser el examen, ya que duró dos semanas y le dedicaron tres largas sesiones, indagando su género de vida y arguyéndole sobre las cuestiones teológicas más debatidas entonces, a todo lo cual respondió con una seguridad y acierto asombrosos. Más aún, pues allí mismo verificó un milagro, ya que le mandaron leer en un breviario las lecciones históricas de Santa Catalina de Siena, que contenían un error histórico y, no viendo lo que tenía ante sus ojos, hizo por tres veces una lectura correcta y exacta. Nada encontraron aquellos doctos y ecuánimes jueces que fuera censurable o erróneo en fray José, por lo que proclamaron su inocencia y sabiduría, pues era evidente que tenía ciencia infusa.

Esta gracia "gratis data" se comprueba mejor en los atestados hechos para el proceso de su canonización. Pero aún hay otro testimonio de más valía, dado por la boca de un pequeñuelo que apenas sabía hablar. Cuando se le presentó su madre al Santo, acaricióle éste, rogándole que repitiera: «Fray José es un pecador, que merece el infierno», y con voz clara el chiquitín dijo: «Fray José es un gran santo, que merece el cielo»...

Como la fama de tales portentos se dilataba cada vez más, de todas partes acudían al convento donde residía el frailecito de Cupertino, por lo que el padre ministro general de los conventuales, fray Juan B. Berardiceldo, decidió llamarle a su residencia de Roma. Recibióle con cautela y dio órdenes para que se le aposentara en la más apartada celda de aquel convento.

Levitación

Todo fue en vano. Los éxtasis y los milagros se multiplicaron, y las más altas dignidades eclesiásticas se preocupaban de ver al taumaturgo. Hasta el mismo Papa manifestó deseos de conocerle, y, conducido por el padre ministro general, fue recibido en audiencia particular por el papa Urbano VIII; pero he que aquí, que nada más ver al Vicario de Cristo, se quedó extático fray José y, en suave levitación, permaneció suspenso en el aire por largo rato, hasta que su superior le mandó que descendiera. Al terminar la audiencia, el Papa dijo al general: «Si este fraile muriese durante nuestro pontificado, Nos mismo daríamos testimonio de lo sucedido hoy».


Tan extraordinario fenómeno místico llegó a ser cosa corriente en la vida de fray José. Parecía como que su mortificada carne estaba ya exenta de las leyes ordinarias de la gravitación y, en cuanto una idea u objeto le recordaba algo divino, sus sentidos se enajenaban y el cuerpo ascendía por los aires, a veces hasta unirse con la imagen, que le atraía como suave imán, pasando por encima de las velas encendidas, sin que sus llamas quemaran el pobre sayal.

En 1639 fue destinado al observante convento de Asís, donde le sobrevinieron graves crisis de aridez espiritual y lúbricas tentaciones, a lo que se juntaron otras penosas enfermedades y humillaciones; pero, cuando su general le volvió a trasladar a Roma en 1644, se le acabaron todas estas pruebas y comenzó otra serie de compensaciones gloriosas, que continuaron después, al retornar a vivir junto al sepulcro de su padre; allí prodigó los milagros, compuso discordias, purificó las costumbres y evitó una sangrienta revuelta, por todo lo cual llegó a merecer que las autoridades y el pueblo le proclamasen hijo adoptivo de aquella histórica ciudad, perla de la Umbría.

Esta serie de éxitos ruidosos despertó otra de nuevas contradicciones y hasta de diabólicas venganzas.

En cierta ocasión, caminando a caballo de uno a otro convento, al pasar por un estrecho puente, la furia infernal espantó a la noble bestia y el jinete cayó al río; pero lo maravilloso fue que fray José salió del agua tranquilamente con el hábito seco. Contaba después este lance con su ordinaria sencillez, diciendo que fue el diablo quien le dio un empujón, exclamando: «¡Muere aquí, fraile hipócrita, abandonado de Dios!»; pero que él le había respondido: «En todo momento quiero esperar en el Señor, que siempre me ayuda, y no habrá quien me haga desconfiar de Él...»

También debió ser otra diabólica trama la nueva persecución, suscitada en Roma contra el Santo de Cupertino. Cuando subió al solio pontificio Inocencio X, decidió acabar de una vez con todas las disputas que había en torno a los hechos portentosos de fray José y, para esclarecer la verdad y evitar posibles amaños, mandó que se le recluyera en el escondido convento capuchino de Petra Rubra, para librar así a los conventuales de calumniosas maledicencias. Todo fue en vano; pues el ambiente aislador se trocó en nueva exaltación, y aquella recóndita casa convirtióse en centro de peregrinación y manantial de prodigios, creciendo más el frenesí de los fieles. Esto motivó un nuevo traslado a Fesonbrone, pero continuaron allí los éxitos del taumaturgo igual que antes.

Con el cambio de Pontífice, pudieron lograr los conventuales que se permitiera al discutido fraile retornar a vivir entre sus hermanos de la primitiva Orden, y sus superiores le señalaron como residencia claustral a Osimo, en la región de Las Marcas.

Desde que llegó a la que iba a ser su última morada, hasta que enfermó en ella el 10 de agosto de 1663, puede decirse que pasó el ocaso de su vida en un continuado y dulcísimo rapto. Hubieron de separarle de la comunidad y señalarle un oratorio interior, para que celebrase con sus extraordinarios fervores el santo sacrificio, que solía durar casi una hora.

El don de profecía, que había mostrado antes en favor de otros, sirvióle también entonces para conocer la proximidad de su muerte.

Fallecimiento

Preparóse para el trance final con singular fervor, y pidió él mismo que le administrasen los últimos sacramentos.

Aunque yacía consumido por la fiebre en su pobrísimo lecho, al sentir el toque de la campanilla que anunciaba la proximidad del viático, como impulsado por el resorte de su amor, dio su postrer vuelo para salir, de hinojos sobre el aire, al encuentro de Jesús, exclamando: «¡Oh, véase libre cuanto antes mi alma de la prisión de este cuerpo, para unirse con Vos!»

Después entró en suave agonía, fijos los ojos siempre en lo alto y repitiendo el Cupio dissolvi... [cf. Flp 1,23: “Deseo partir y estar con Cristo...”] ¿Qué contemplaría entonces quien durante su vida disfrutó de tan dulcísimos raptos?... ¡Misterios de la vida interior! Sólo sabemos que sus últimas palabras fueron: Monstra te esse Matrem..., del himno a la Virgen Ave, maris stella. Así entregó su espíritu a Dios este fino amante de María el 18 de septiembre de 1663. Aquel perfume milagroso y celestial, que tantas veces había descubierto su presencia en los recovecos de los conventos, se difundió por todas partes y duró en su celda más de trece años.

José María Feraud García, San José de Cupertino, en 
Año Cristiano, Tomo III, Madrid, 
Ed. Católica (BAC 185), 1959, pp. 716-723



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