viernes, 15 de noviembre de 2024

Jornada Mundial de los Pobres: “A mí me lo hicieron” - P. Quique Bianchi



El próximo 17 de noviembre celebramos la VIII Jornada Mundial de los Pobres, te invitamos a leer este texto del P. Quique Bianchi:

La identificación entre Cristo y los pobres es un misterio de amor tan grande que nuestro espíritu apenas puede balbucear aquello que la gracia divina quiera mostrarle.

Cada año, la Jornada Mundial de los Pobres es una fecunda ocasión para que los cristianos maduremos en la convicción de que –como enseña el Papa Francisco– “el corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres” (Evangelii Gaudium 197). En su designio amoroso, Dios decidió abrirnos el camino a la Vida plena haciéndose pobre (cf. 2Co 8,9) y transitando el sendero de la cruz y de la muerte. Al hacerlo de este modo, misteriosamente asoció a los pobres a su obra redentora. Tanto que puede decirse que “todo el camino de nuestra redención está signado por los pobres” (EG 197) y que a ellos “Dios les otorga su primera misericordia” (EG 198). En esta preferencia divina se funda la Iglesia cuando invita a los cristianos a vivir el amor haciendo una opción por los pobres, que –como afirma Benedicto XVI– “está implícita en la fe cristológica” (Discurso en Aparecida, 3).

Este acento del corazón de Cristo hacia los pobres es algo que está profusamente atestiguado en la Escritura. Uno de los textos más contundentes en ese sentido es el conocido pasaje de Mateo 25 donde Jesús, hablando del juicio final, anuncia la condenación de quienes hayan sido indiferentes ante las necesidades de los pobres y sufrientes, y promete la felicidad del cielo a los que hayan tenido compasión. Lo que le da al texto una potencia inusitada es que describe acciones de misericordia o indiferencia hacia personas concretas (dar de comer al hambriento, etc.) y afirma apodícticamente: “a mí me lo hicieron” (Mt 25,40). Jesucristo muestra que hay una identidad vital entre Él y los pobres y sufrientes.

Cristo se identifica con los pobres

La identificación entre Cristo y los pobres es un misterio de amor tan grande que nuestro espíritu apenas puede balbucear aquello que la gracia divina quiera mostrarle. A contemplar este misterio puede ayudarnos la reflexión del padre Raniero Cantalamessa en la III predicación de Adviento de 2013. Allí, comentando la dimensión existencial de la encarnación, afirma que, así como por el hecho de la encarnación Cristo asumió a todo hombre, por el modo de hacerla –en pobreza y cruz– asumió de forma particular al pobre, al humilde, al que sufre, al punto de identificarse con él. Si bien su presencia en el pobre no es del mismo género que la que hay en la Eucaristía, no deja de ser una presencia real. Cristo está realmente presente sacramentalmente bajo las especies de aquellos que sufren: “Él ha instituido este signo, como ha instituido la Eucaristía. Él, que pronunció sobre el pan las palabras: ‘Esto es mi cuerpo’, dijo estas mismas palabras también sobre los pobres. Lo ha dicho cuando, hablando de lo que se ha hecho, o no se ha hecho, por el hambriento, el sediento, el prisionero, el desnudo y el exiliado, declaró solemnemente: ‘A mí me lo hicieron’, y ‘no me lo hicieron a mí’ (Cantalamessa, III predicación Adviento 2013).

También nos ayuda a pensar el modo de presencia de Cristo en los pobres la pregunta que se hace el teólogo argentino Rafael Tello sobre si la ayuda al hambriento, sediento, etc., puede ser considerada como “una acción dirigida a los hombres necesitados que por su situación representan muy especialmente a Cristo, o como una acción que tiene por objeto al mismo Cristo” (Tello, Amor al prójimo, inédito). El interés de la cuestión radica en que –según afirma Tello– en la vida de la Iglesia pueden verse dos posturas pastorales que siendo diversas se apoyan en el mismo texto de Mateo. Una considera que el Señor para motivarnos a ayudar al pobre dice que Él toma esa acción como hecha a Sí mismo. La otra entiende que la obra de misericordia es una acción hecha al mismo Cristo. Se trata entonces de si en el ejercicio de la misericordia con el pobre el término de la acción es el hombre necesitado o el mismo Cristo.

Dando por supuesta la validez de ambas posturas, este teólogo busca dilucidarlas a la luz del tratado sobre las pasiones del alma de Santo Tomás, donde se enseña que el amor realiza un doble tipo de unión entre el amado y el amante. Por una parte, implica una unión interna o afectiva, pero también tiende a una unión real, de presencia del amado en quien ama (cf. STh I-II, q28, a1). Si se mira predominantemente a la unión afectiva con el amado, envuelve también a los que son del amado y que él ama y desde este punto de vista fácilmente se confirma la postura pastoral que mira a los hombres como término de su acción porque son de Cristo (cf. 1Jn 4, 20). Por otra parte, si se considera que el amor, en este caso el amor a Cristo, procura la unión real y que no se conforma con la unión afectiva e intencional, el anhelo de una unión real puede provocar una postura pastoral distinta.

La unión real con Cristo sólo será plena en el Cielo. Sin embargo, Tello afirma que “si el amor es real [esta unión real] no deja de ser querida y buscada, por lo cual Jesucristo quiso que se realizara realmente y determinó el modo como podía hacerse en la tierra: Él está realmente –aunque de modo velado por la fe– en el pobre y necesitado, se identifica realmente –con identidad velada por la fe– con el pobre y necesitado. El pobre y necesitado no es sino el mismo Cristo –miembro y Cuerpo suyo–. Así, pues, la acción que alcanza al pobre presente toca a Cristo presente. Por la fe –que es ‘convicción de lo que no se ve’ (Hb 11,1)– el objeto de la acción es Cristo realmente presente, pero presente en un hombre pobre y necesitado” (Tello, Amor al prójimo,79).

De aquí que podamos concluir que quien ama deseando la unión real con Cristo se siente más confortado en una postura pastoral que ve en el pobre, hambreado, rotoso, al mismo Cristo. De hecho, esta ha sido la actitud que ha caracterizado a grandes santos, desde Teresa de Calcuta, que afirmaba que la fe le hacía ver a Cristo en el cuerpo roto y andrajoso del pobre, hasta San Juan Crisóstomo, quien –ya en el siglo IV– escribía con su prosa incisiva y apasionada: “¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena de vasos de oro, si Él se consume de hambre? Saciad primero su hambre y luego, si sobra, adornad también su mesa. ¿Haces un vaso de oro y no le das un vaso de agua? Y ¿de qué sirve que cubráis su altar de paños recamados de oro, si a él no le procuráis ni el abrigo indispensable? Dime: si viendo a un desgraciado falto del sustento necesario, le dejaras a él consumiéndose de hambre y te dedicaras a cubrir de oro su mesa, ¿te agradecería el favor o más bien se enfadaría contigo? Y si, viéndole vestido de harapos y aterido de frío, te entretuvieras en levantar unas columnas de mármol, diciéndole que eran en honor suyo, ¿no diría que le estabas tomando el pelo, y lo tendría todo por supremo insulto? Pues aplica todo eso a Cristo. El anda efectivamente sin techo y peregrino…” (Homilía 50 sobre san Mateo, 4).

AUTOR: P. Enrique Ciro Bianchi

Publicado en VaticanNews el 14 de Noviembre, 2024




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domingo, 10 de noviembre de 2024

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Josué González Rivera OP



Lecturas del día: Primer Libro de los Reyes 17,8-16.Salmo 146(145),6c.7.8-9a.9bc-10 Carta a los Hebreos 9,24-28.


Evangelio según San Marcos 12,38-44.


Y él les enseñaba: "Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad".

Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia.

Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre.

Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: "Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir".


Homilía por Fray Josué González Rivera OP


Mis hermanas y hermanos, nos acercamos al culmen del Tiempo Ordinario, y pronto celebraremos la gran solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. En este camino que vamos realizando en el Evangelio de San Marcos, hoy encontramos a Jesús predicando en el Templo de Jerusalén. Jesús se dirige frente a los “expertos” en religión, reunidos en el centro político y religioso del pueblo de Israel. Allí, Él realiza signos proféticos, como voltear las mesas de los cambistas, y ofrece enseñanzas que muestran una nueva forma de vivir la religión, dando plenitud a la antigua alianza y llamándonos a vivir una fe más auténtica.


La semana pasada, meditamos sobre el mandamiento más importante: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Hoy, este mensaje se profundiza y nos muestra una dimensión de cómo debe ser ese amor. Este domingo, la Palabra nos invita a dar no lo que nos sobra, sino a entregarnos por completo, a confiar plenamente en Dios. Las lecturas de hoy nos presentan dos ejemplos: la viuda del templo y la viuda de Sarepta. Ambas mujeres ofrecen todo lo que tienen, no lo que les sobra, sino sus propias vidas, en un acto de fe total.


Jesús estaba rodeado de los “maestros” y “expertos” en religión, pero en lugar de enaltecerlos, crítica una forma de fe superficial, centrada en las apariencias, en hacerse notar ante los demás, buscando prestigio y reconocimiento, más que vivir para Dios. Frente a esta fe vacía, Jesús reconoce y resalta el ejemplo de una maestra auténtica: la viuda del templo. Aun en su indigencia, ella confía en Dios y deposita en él su esperanza, convirtiéndose en una testigo genuina de fe. 

Del mismo modo, en la primera lectura vemos a la viuda de Sarepta que, ante la solicitud del profeta, da un “salto de fe” aparentemente imprudente: comparte su harina y su aceite, haciendo un pan con lo poco que le queda. Pero lo hace con la confianza de que Dios se manifestará en su vida y en la de su hijo. Ambas mujeres nos enseñan lo que es confiar verdaderamente en la providencia de Dios. Frente al orgullo y el egoísmo, frente al miedo y la apatía, en estas mujeres fue más fuerte el amor, la confianza de creer que ese “salto de fe” no es un salto al vacío, sino a la mano compasiva de Dios.


Este acto de confianza, de entrega total, no es ingenuidad ni despreocupación. No se trata de quedarse quietos, sino de vivir una fe activa. La viuda de Sarepta tuvo que seguir horneando, y la viuda del templo probablemente volvió a casa a continuar con sus labores diarias. Pero esa vida cotidiana ahora se transforma: ya no se vive desde la angustia o la ansiedad, sino desde la esperanza y la fe.


Ambas mujeres, no solo entregan lo que tienen, sino lo que son. Ellas nos enseñan que la verdadera ofrenda es entregarse por completo, poniendo en manos de Dios nuestras propias vidas. Ellas nos invitan a que también nosotros entreguemos, no lo que nos sobra, sino lo que somos, y así echemos nuestra vida en la ofrenda. De esta manera, todo lo nuestro —nuestras angustias y miedos, alegrías y gozos, oscuridades y luces— se vuelve suyo. Porque, para quienes celebramos nuestra fe cada domingo, compartiendo la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, no da lo mismo creer que no creer. Nosotros creemos porque hemos confiado en él, porque él nos ha mostrado cuánto nos ama, y respondemos a ese amor amándole a él y amando a nuestro prójimo.


Ponemos nuestras vidas en Dios, en particular la damos y la ponemos en el Hijo, ya que Él es el sumo sacerdote de la Nueva Alianza. Él también hizo su ofrenda y dio lo todo lo que tenía, su propia vida. La carta a los Hebreos nos recuerda que Cristo, siendo víctima, altar y sacerdote, realizó el sacrificio supremo de amor. Por eso, confiamos en él y, con nuestra propia vida y sacrificio, de alguna manera nos unimos a su entrega.


Dios mismo, siendo el más rico, se hace el más pobre, pues no se guarda nada para sí. Dios da de sí mismo, primero al interior de su ser, cuando el Padre ama al Hijo en el Espíritu Santo, en una relación de amor donde cada uno enriquece al otro. También da fuera de sí, en la creación del mundo y en las personas que vivimos en él. Pero, de manera más abundante, Dios se da en su Hijo, que vino al mundo y sigue dándose cada vez que nos acercamos a compartir su vida, que se parte y se reparte a la comunidad en el pan eucarístico.


Concluyo mi reflexión invitándoles a que este domingo pensemos: ¿cuál es mi harina y mi aceite?, ¿cuáles son mis dos monedas? Es decir, ¿qué es aquello que hoy puedo ofrecer y dar, por amor a Dios y al prójimo, aunque aparentemente sea muy poco? Puede ser mi tiempo en la oración o en la escucha de quien lo necesite; puede ser mi servicio y mi participación en alguna obra de misericordia. Aprendamos de estas mujeres que nos muestran cómo confiar y entregarnos, y aprendamos sobre todo del Maestro, nuestro Señor, que también nos da el ejemplo de una vida puesta al servicio de Dios y de los demás.


Información sobre el año de la oración (2024):



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viernes, 8 de noviembre de 2024

El Rosario y las misiones


Qué colorido y vistoso es aquel “Rosario misionero” que vemos últimamente por todas partes. El color de cada uno de los misterios corresponde a un continente en proceso de evangelización. Quiere ser catequético, universal y actual. Pero, me queda un sinsabor. Es como si dijéramos, con ese adjetivo, “misionero”, algo que no es propio de la antigua y desgranada devoción del Rosario. Y no, no busco criticar costumbres y formas actuales, sino devolver lustre y honor, al Rosario de la Bienaventurada Virgen María, con cierta precisión y algo de historia.


Quisiera decir que el Rosario, como método de oración, es definitivamente un medio evangelizador y por eso mismo, misionero. El afán de los primeros cristianos era llevar la Buena Nueva del Evangelio a todo el mundo. Y el corazón del mensaje evangélico es la gozosa encarnación del Hijo de Dios,  la meditación de su luminosa vida pública, el conocimiento y aceptación de su dolorosa pasión y su gloriosa resurrección. Pablo, el misionero de Europa lo predicó así. Los apóstoles, en la primera ronda de evangelización, llegando a todo el mundo conocido, llevaron junto a su Evangelio, la devoción cercana y querida para ellos de María de Nazareth, aceptada como su Madre, por voluntad del mismo Jesús en la Cruz. 


Es una oración centrada en el mismo Cristo. Porque aunque recemos a la Santísima Virgen María, sabemos que ella está de lleno en el Evangelio de Jesús. Ella, la llena de gracia que concibió a su Señor en el corazón antes que el vientre y lo dio a luz en Belén. La Madre preocupada que lo siguió de cerca y de lejos en sus correrías proféticas, desde la Bodas de Caná hasta la Última Cena. La Mujer solemne que estuvo tanto en el camino del Calvario, como al pie de la cruz. La bienaventurada Madre del resucitado, la Mujer orante en Pentecostés. 


Eso nos muestra que es también una oración contemplativa, que a la par de la liturgia nos va abriendo la mirada y el corazón a la Palabra de Dios. Recorriendo Paternoster y Avemarías, y meditando los misterios de gozo, luz, dolor y gloria, hacemos también el camino de la propia vida. Tiene una sabiduría vital y espiritual. Se adapta a los tiempos y experiencias personales.


Es una oración didáctica y por eso mismo profundamente catequética y teológica. Es, como los vitrales de las catedrales medievales, el evangelio y predicación para los ignorantes y humildes, para los pequeños de los que habla el Señor. El que no ha leído nunca el evangelio, puede recorrer la vida y sacrificio redentor de Cristo, de la mano de María, que como  maestra abre el libro de la revelación a sus hijos predilectos; y como jardinera, poda, abona, limpia, riega, con las cuentas del Rosario, la semilla de “mostaza” que crece con cada plegaria hasta que la vida del fiel se convierte en arbusto capaz de sostener pequeños pajarillos, sede de las gracias y consuelos de la fe.


Es una oración más activa que pasiva. No se trata únicamente de repetir frases sin sentido, como jaculatorias o mantras que tranquilizan la mente. Es propiamente una oración orgánica y periódica. Ejercita la memoria, al recordar los misterios de nuestra salvación, la inteligencia al proponerlos en orden e importancia, y la imaginación, al contemplarlos silenciosamente o con la ayuda de imágenes, cuadros y cantos. Se mantienen presentes el tacto al pasar las cuentas, la voz al cantar y recitar las oraciones, la vista con las imágenes de Nuestra Señora; inclusive el olfato, si tenemos la suerte de contar con un rosario de “madera de rosal”.





Si hay una oración social, es el rosario. Y eclesial, junto a la liturgia de la Iglesia. Universal, porque llega a todos los rincones de la tierra y de la sociedad. Es oración fraterna, porque hermana corazones diversos y distintos, a veces inclusive conocidos y desencontrados, y las más, desconocidos. A niños y ancianos se los puede encontrar rezándolo juntos, abuelas enseñándolo a sus nietos, o simplemente, rezando por ellos. Tanto religiosas de clausura, y apostólicas misioneras, y simples transeúntes, se sabe que meditando los mismos misterios, aunque diferentes en sus experiencias, fortalecen voluntades y serenan corazones. Sacerdotes y madres de familia, contemplando los frutos del sacrificio y la oración en sus hijos espirituales y biológicos. A maestros y obispos, precisando, a ritmo del Paternoster y los Avemarías, la enseñanza del evangelio, del que ambos son ministros. A gobernantes y padres de familia, reconociéndose en la labor de pastores, y al tiempo viéndose en la humildad que pedir auxilio al cielo, en el regazo de María. A jóvenes estudiantes y también obreros maduros en días, entusiasmados en el camino de la vida, reconociéndose gozosos por los dones de cada día, iluminados por el evangelio, adoloridos en las carencias propias y del mundo y agradecidamente glorificados, en su conciencia de redimidos en Cristo, en el compartir y encuentro de la misma fe.


Cuando la Iglesia experimentó la gran expansión misionera, después de la luminosa edad media, que vio el nacimiento del Rosario, fue también el tiempo de la expansión de la devoción del Rosario, junto a los sabios y místicos misioneros que llevaron biblias, cristos y cuentas enlazadas en decenas para enseñar la fe en las tierras lejanas y celebrar sus divinos misterios con corazones dispuestos. Evangelización del Oriente lejano, misioneros Dominicos, Franciscanos, Jesuitas y en siglos posteriores, sacerdotes de las Misiones Extrajeras de París, Padres de la Misión - Lazaristas. 


Si contamos la evangelización de América, embarcados con militares y colonos, los misioneros Dominicos, Mercedarios, Franciscanos, Jesuitas, sembraron Avemarías junto con la devoción a la Sma. Virgen del Rosario. Comenzando por el Caribe, y de allí a Centro y Norte América y el largo recorrido por Sudamérica. Entre otros, el bienamado Bartolomé de las Casas, que evangelizó entre los nativos, excluyendo la guardia militar, a punta de cruces, cantos y rosarios.


No última, pero menos conocida, la evangelización de África, en la que Misioneros combonianos, Padres Blancos, y una miríada de siervos de Dios, europeos y americanos, marcaron su camino a ritmo de los misterios del rosario.


Santa Teresa de Ávila, siendo niña, quería ir a misionar a las Indias, pero hecha monja y fundadora, reformadora del Carmelo, se contentó con misionar dentro del claustro. ¡Cuántos Avemarías rezarían las monjas, de todos los tiempos y lugares, voces y espiritualidades, tanto carmelitas, como dominicas, agustinas, mercedarias, franciscanas, benedictinas y maronitas, por los misioneros, por los misionados, por sus penas y alegrías! Su hija, Santa Teresita del Niño Jesús, convertida en Patrona de las Misiones, casi sin haber salido del claustro, muestra la comunión de los santos, jalonada de rosarios, camándulas blancas, negras, de nudos o cuentas, coloreadas o descoloridas, de lujosos joyas y cristales, o de traslúcidos y fluorescentes plásticos, o  sumando dedos contados fielmente.


Los misioneros dejaron también la fe, lista para encontrar a Cristo, cosechando los rosarios que sembraron por su camino misionero, en la fecundidad del martirio. Así tenemos las iglesias mártires de Vietnam, Corea, Japón, China, Filipinas y la India. África y América no se quedan atrás.


Tan solo en nuestra américa, los que alcanzaron la santidad a punta del rosario diario, rezándole por sí mismos, por las ánimas y los pobres hermanos: santa Rosa de Lima, san Martín de Porres, san Juan Macías, san Luis Bertrán, todos ellos dominicos. El santo obispo del Perú, Toribio de Mogrovejo, cuando su sola diócesis era casi toda América del Sur.


En el caribe, San Pedro de San José de Betancourt, que fundó en Guatemala la primera Orden americana, y, San Antonio María Claret obispo de Cuba. En norteamérica, San Junípero Serra, misionero franciscano de California, y los mártires jesuítas, san Jean de Brebeuf, San Isaac Jogues. Asociada a ellos, pero sin las palmas del martirio, Santa Kateri Tekawitha, indígena americana.  Fue misionera en el Amazonas, Santa Laura Montoya.  Y el insigne maestro de niños y jóvenes en el Ecuador, San Miguel Febres Cordero. Vale la pena destacar a los Cristeros que al grito de “Viva Cristo Rey” y el Rosario en la mano, dieron su vida por la libertad de México.


Finalmente en Argentina, San Francisco Solano, el misionero del norte, el Beato Ceferino Nemuncurá, príncipe del sur; el Negro Manuel, custodio de N. S. de Luján, la beata Laura Vicuña y la reciente santa, Mamá Antula, penitente y evangelizadora del Río de la Plata. Estos, por nombrar unos pocos, que devotos del Rosario, hicieron de su vida, una expresión de los misterios de gozo, de luz, de dolor y gloria. 


¿Entonces es el Rosario una oración misionera?


Autor: Fray Ángel Benavidez OP

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sábado, 2 de noviembre de 2024

Meditamos el Evangelio de este Domingo con P. Pablo Jesús Panozzo


Lecturas del día: Deuteronomio 6,1-6. Salmo 18(17),2-3a.3bc-4.47.51ab.Carta a los Hebreos 7,23-28.


Evangelio según San Marcos 12,28b-34.


Un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Cuál es el primero de los mandamientos?».

Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor;

y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.

El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos".

El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él,

y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios".

Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: "Tú no estás lejos del Reino de Dios". Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.



Homilía del P. Pablo Jesús Panozzo

Jesús estaba teniendo una controversia con los fariseos y los maestros de la ley, y uno de ellos se acerca para hacerle una pregunta: ¿Cuál es el primero de los mandamientos? Cabe destacar que esta no es una pregunta cualquiera; no es como si se preguntara algo sencillo. Esta pregunta surge desde el corazón de un maestro de la ley, un especialista en el tema. Por eso, la pregunta hace referencia, más que a un simple deseo de saber, a una especificación, a una orientación.

En el Antiguo Testamento, los escribas conocían perfectamente la ley. Debemos considerar que ellos tenían más de 600 prescripciones, y ante esta cantidad, es necesario discernir cuál es el primero y el más importante.

La respuesta de Jesús, como siempre, va al corazón de la cuestión; es contundente: Amarás al Señor tu Dios y a tu prójimo como a ti mismo. Es una respuesta extremadamente simple pero, al mismo tiempo, profundamente significativa. Creo que en este punto debemos adoptar la actitud de este escriba, que no dijo: "Ah, sí, ya conozco esto". Sino que, por el contrario, permitiéndose ser interpelado profundamente, dejó que estas palabras resonaran en su corazón.

Vamos a profundizar: Oye, Israel, es una expresión hermosa con la que Jesús comienza, haciendo referencia al Antiguo Testamento, pero mostrando, además, dónde comienza el amor: en escuchar, en aprender a oír. Todo comienza con la fe; todo comienza cuando nos atrevemos a escuchar a Dios, quien es nuestro único Señor. Ante esto, podemos preguntarnos: ¿Quién es Dios para mí? ¿Hay un solo Dios en mi corazón? Esto es importante, porque nuestro corazón tiende a muchos amores, y esto lo divide constantemente. ¿Cómo es nuestra vida? ¿En qué gastamos el tiempo? ¿En qué o en quién pensamos más? Estas preguntas nos ayudan a descubrir hacia dónde se dirige nuestro corazón. ¿Hacia dónde corremos todo el día? Podemos pasar todo el día escuchándonos a nosotros mismos, convirtiéndonos en nuestros propios dioses, por ejemplo. La invitación es esta: escuchemos a Dios, dejemos atrás todos esos ídolos y escuchemos su corazón de profunda misericordia. Si pasamos el día oyendo cosas que no son de Dios, terminaremos amando solo eso. Cuando amamos algo que no es Dios y lo ponemos en su lugar, nuestro amor se desorienta, se pierde, y se convierte en fuente de profunda angustia, de un vacío existencial, porque solo Dios puede amarnos sin medida, en la medida que nuestro corazón requiere.

Este domingo, Jesús nos dice: Oye, Israel, pero nosotros podemos colocar nuestro nombre personal allí y sentir que Dios nos invita a ponerlo en primer lugar, a escuchar Su corazón palpitante de amor por nosotros.

Este Escucha, Israel también nos ayuda a centrar nuestro amor y llevarlo a plenitud, porque, muchas veces la tentación es reducir el amor únicamente al prójimo. Amar al prójimo es una gran tarea y una misión difícil, pero sin Dios se convierte en un mero altruismo, y nuestra vocación cristiana exige mucho más. Escuchar a Dios implica conocerlo profundamente; significa conocer nuestra fe, tener razones profundas para nuestra fe. Parafraseando a Chiara Luce Badano, podemos decir "No podemos ser analfabetos de nuestra fe" y, ciertamente, "no podemos amar lo que no conocemos".

Escuchar a Dios, como escuchar a cualquier persona, requiere silencio en el corazón. Para escucharlo necesitamos frenar los ruidos que nos aturden, aprender a reconocerlos y ordenarlos en nuestra vida. Es en el silencio del corazón donde descubrimos la belleza del amor de Dios, que luego nos permitirá encontrarlo en el “ruido” del amor al prójimo.

Por lo tanto, amar a Dios implica, ciertamente, conocerlo, entrar en Su presencia, estudiarlo y meditar en Él.

Ese amor que nos envuelve cuando lo escuchamos nos abre inmediatamente a los demás. Nos hace querer escuchar también a Dios en el prójimo, donde Él se manifiesta de un modo particular, donde hace oír Su voz, que podemos reconocer si antes la escuchamos en la intimidad del encuentro con Él y en el estudio de Su ser.

Escuchar al prójimo, desde el corazón de Dios, conocer su historia, el paso de Dios por su vida y sus necesidades, nos ayuda a comprenderlo sin juzgarlo y, por tanto, a amarlo con mayor verdad y transparencia. Escuchar al prójimo también implica hacer silencio en el corazón, callar las voces de nuestro orgullo, prestar atención con profundo interés y vaciar el corazón para recibir el don del otro con total gratitud y disponibilidad.

Oír a Dios nos abre al amor al prójimo, y por eso Jesús une los dos amores: se trata de una misma capacidad de amar que despliega su máxima expresión en amar a Dios y al prójimo como consecuencia. Reconocer a Dios en Su grandeza y darle en el corazón el lugar que le corresponde como Dios nos permite luego ordenar nuestra capacidad de amor hacia los demás.

Cabe destacar que todo esto se ve de modo sublime en Jesús, quien nos ama de esta manera. Él escuchó la voz de Su Padre en la profunda comunión de la Trinidad, conoció el rostro misericordioso de Dios y fue impulsado a comunicarnos ese amor, a escuchar nuestro corazón, donde reconoce la huella eterna de Dios en cada uno de nosotros, creados por Él con un amor sublime. 


El padre Pablo Jesús es un evangelizador digital, lleva la misión de anunciar la Buena Nueva en la Web con videos muy divertidos. Te invitamos a visitar sus redes: Instagram y  Tiktok




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sábado, 26 de octubre de 2024

Meditamos el Evangelio de este Domingo con Fray Emiliano Vanoli OP



Lecturas del día: Jeremías 31,7-9. Salmo 126(125),1-2ab.2cd-3.4-5.6. Carta a los Hebreos 5,1-6. 


Evangelio según San Marcos 10,46-52.


Después llegaron a Jericó. Cuando Jesús salía de allí, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo -Bartimeo, un mendigo ciego- estaba sentado junto al camino.

Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: "¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!".

Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: "¡Hijo de David, ten piedad de mí!".

Jesús se detuvo y dijo: "Llámenlo". Entonces llamaron al ciego y le dijeron: "¡Ánimo, levántate! Él te llama".

Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él.

Jesús le preguntó: "¿Qué quieres que haga por ti?". El le respondió: "Maestro, que yo pueda ver".

Jesús le dijo: "Vete, tu fe te ha salvado". En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino.


Homilía por Fray Emiliano Vanoli OP


El Evangelio de este domingo nos presenta el encuentro de Jesús con Bartimeo, un mendigo ciego, que sentado junto al camino cerca de Jericó pedía limosna para sobrevivir. Como en tantos otros casos, este encuentro tiene dos facetas o dimensiones: un significado profundamente personal para quién se relaciona con Jesús, y a la vez una proclamación pública sobre quién es Él.


Empezando por este último, como anunciaba el Antiguo Testamento (y la primera lectura de este domingo hace referencia a ello), la llegada del Mesías se reconocería por ciertos signos, entre los cuales se enumera la curación de los ciegos. Realizando este milagro, Jesús se acredita como Mesías, da a conocer que el tiempo de la redención era en ese momento, que había llegado el Reino de los Cielos. Dicho de otro modo, a falta de campañas publicitarias o redes sociales, éste es el modo en que Jesús se da a conocer a sí mismo y la salvación que trae.


Pero también esta palabra del Evangelio nos revela lo que Dios requiere de nosotros para darnos esta salvación. Como buen mendigo, Bartimeo estaba acostumbrado a vivir de la caridad de los demás, e incluso como ciego dependía de otros en muchos aspectos para vivir su vida. Esto explica que no experimente ninguna introversión o falsa autoestima a la hora de llamar a gritos al “Hijo de David”, es decir, al Mesías. A diferencia de otros contemporáneos que recelaban de la enseñanza de Jesús a causa de tener una alta estima de sí mismos, o de sus creencias (especialmente los escribas y fariseos), la humildad de Bartimeo le abre un camino rápido para reconocer y acercarse al Mesías.


Y precisamente esa llaneza de corazón hará que Jesús pueda hacer uso de su poder de la manera más poderosa y a la vez más simple posible, a través de su sola palabra: “Vete, tu fe te ha salvado.” Ni barro, ni saliva, ni ninguna otra mediación más que el diálogo previo estrictamente necesario para que la persona manifieste su corazón: “Qué quieres que haga por ti. […] Maestro, que yo pueda ver.” E incluso a Bartimeo se le ofrecerá infinitamente más de lo pedido: la misma salvación.


Esta soberana sencillez en el encuentro entre este hombre humilde y Jesús tiene que movernos a revisar nuestra relación con el Señor. Puede resultarnos sorprendente lo complicados que podemos ser a la hora de dirigirnos a Dios y presentarle nuestras necesidades. Las razones suelen ser el orgullo, el miedo, la ignorancia, la vergüenza, etc. El problema es que de esta forma ponemos límite al poder de Dios en nuestra vida, pues Él requiere de nosotros que nos allanemos, que abramos el corazón, que confiemos y nos entreguemos a su amor. Todo lo que “huela” a negociación o retaceo solo redunda en nuestro perjuicio.


Tener fe significa “saber” porque se “confía”. Si queremos experimentar la salvación de Dios y la curación de nuestro corazón, debemos aprender a entregarnos confiadamente a Dios en súplica confiada, como Bartimeo. En cada necesidad que tengamos, en cada problema que se presente, si nos allanamos humildemente poniendo de nuestra parte todo lo que esté a nuestro alcance, y pidiendo al Señor que nos asista, aún cuando no podamos solucionar este o aquel asunto -sabrá Dios mejor que nosotros si nos conviene-, estaremos obteniendo la misma salvación de Dios, que nos permitirá vivir con gracia y gozo cualquier cosa que nos sobrevenga en esta vida. 



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