Lectura del día; Libro de Isaías 35,1-6.10. Salmo 146(145),7-10. Epístola de Santiago 5,7-10.
Evangelio según San
Mateo 11,2-11.
Juan el Bautista oyó
hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos
para preguntarle: "¿Eres tú el que
ha de venir o debemos esperar a otro?".
Jesús les respondió: "Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven:
los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los
sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los
pobres.
¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!".
Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la
multitud, diciendo: "¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por
el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se
visten de esa manera viven en los palacios de los reyes.
¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un
profeta.
Él es aquel de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero delante de ti, para
prepararte el camino.
Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y
sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.
Homilía por Fray Josué González Rivera, OP
“Feliz aquel para quien yo no sea motivo
de tropiezo”
Entramos en la tercera semana de Adviento con el llamado domingo de la alegría (Gaudete). Una vez más, la Palabra de Dios nos convoca a la esperanza: la certeza de sabernos acompañados por el Señor Jesús, que viene, se entrega y se nos da para que tengamos vida, y vida en abundancia.
Esta esperanza
no es ingenua. Surge, más bien, como una pregunta inevitable: ¿cómo hablar de
alegría en medio de tanta violencia, confusión e incertidumbre? Somos
conscientes de la complejidad del momento histórico que atravesamos; sin
embargo, la esperanza evangélica nos impide dejarnos vencer por el mal que se
hace visible en el mundo y nos abre a la convicción de que ese mal no tiene la
última palabra.
El profeta
Isaías no es ajeno a este desafío. Escribe en un tiempo en el que el pueblo de
Dios se encuentra amenazado por potencias extranjeras y en el que sus
gobernantes parecen haber perdido el rumbo. Aun así, movido por la esperanza,
anuncia gozo y victoria, porque Dios promete a su Mesías, quien librará a su
pueblo de todo mal. De modo semejante, el apóstol Santiago, en un contexto de
persecución contra los cristianos dentro del ámbito judío, exhorta a la
perseverancia y a la paciencia.
Jesús es el
cumplimiento pleno de la Palabra anunciada por Isaías. En Él se manifiestan los
signos que confirman que el Reino de Dios ya está presente en la historia.
Desde la cárcel,
Juan el Bautista envía a preguntar a Jesús si Él es realmente el que debía
venir. Esta pregunta no es ajena a nuestra propia experiencia. También
nosotros, desde nuestras “prisiones”: miedos, límites, heridas y prejuicios;
contemplamos la obra de Dios y, no pocas veces, nos interrogamos sobre el
sentido de lo que vemos y escuchamos. Es necesario presentar al Señor aquello
que nos inquieta, nos preocupa y nos llena de esperanza. Desde nuestras
limitaciones, preguntémosle por lo que llevamos en el corazón, por lo que nos
espera, por los retos y proyectos que se abren ante nosotros.
Jesús responde
no con discursos abstractos, sino con hechos concretos: los signos, las
curaciones y la predicación que atestiguan que Dios está actuando realmente.
Muchos esperaban un Mesías de carácter político o militar —quizá incluso el
mismo Juan lo imaginó así—, pero la acción de Jesús se sitúa en otro horizonte.
No responde al mal con más violencia ni combate la opresión desde la fuerza.
Jesús enfrenta el mal desde la compasión y el servicio; su salvación alcanza
integralmente a la persona, restaurando cuerpo, mente y espíritu.
Desde esta
perspectiva, Jesús proclama una bienaventuranza que interpela especialmente en
tiempos de prueba: la felicidad de quien no se escandaliza de un Mesías que
viene en la humildad, con un mensaje de servicio, amor y salvación.
A la luz de este
domingo de la alegría, el Adviento se presenta como una invitación concreta a
encarnar la esperanza que profesamos. No se trata de una actitud pasiva ni de
un optimismo superficial, sino de una disposición interior que se traduce en
gestos, decisiones y opciones cotidianas. Acoger al Señor que viene implica
revisar nuestras expectativas, purificar nuestras imágenes de Dios y
disponernos a reconocer su presencia allí donde la vida es restaurada y la
dignidad humana es defendida.
Practicar este
mensaje exige aprender a mirar la realidad con los ojos del Evangelio, sin
negar el dolor ni la complejidad del mundo, pero sin renunciar a la confianza
en la acción silenciosa de Dios. Significa perseverar en el bien, ejercer la
paciencia activa, optar por la compasión y el servicio como formas concretas de
resistencia al mal. Así, la alegría cristiana deja de ser un sentimiento
abstracto y se convierte en un testimonio creíble.
Que este tiempo
de Adviento nos disponga, entonces, a salir de nuestras propias prisiones, a
dejarnos interpelar por los signos del Reino y a vivir de tal modo que no
seamos motivo de tropiezo, sino mediación de esperanza. En la medida en que
hagamos visible, con nuestra vida, el rostro humilde y misericordioso de
Cristo, prepararemos verdaderamente el camino del Señor que viene.
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