Qué colorido y vistoso es aquel “Rosario misionero” que vemos últimamente por todas partes. El color de cada uno de los misterios corresponde a un continente en proceso de evangelización. Quiere ser catequético, universal y actual. Pero, me queda un sinsabor. Es como si dijéramos, con ese adjetivo, “misionero”, algo que no es propio de la antigua y desgranada devoción del Rosario. Y no, no busco criticar costumbres y formas actuales, sino devolver lustre y honor, al Rosario de la Bienaventurada Virgen María, con cierta precisión y algo de historia.
Quisiera decir que el Rosario, como método de oración, es definitivamente un medio evangelizador y por eso mismo, misionero. El afán de los primeros cristianos era llevar la Buena Nueva del Evangelio a todo el mundo. Y el corazón del mensaje evangélico es la gozosa encarnación del Hijo de Dios, la meditación de su luminosa vida pública, el conocimiento y aceptación de su dolorosa pasión y su gloriosa resurrección. Pablo, el misionero de Europa lo predicó así. Los apóstoles, en la primera ronda de evangelización, llegando a todo el mundo conocido, llevaron junto a su Evangelio, la devoción cercana y querida para ellos de María de Nazareth, aceptada como su Madre, por voluntad del mismo Jesús en la Cruz.
Es una oración centrada en el mismo Cristo. Porque aunque recemos a la Santísima Virgen María, sabemos que ella está de lleno en el Evangelio de Jesús. Ella, la llena de gracia que concibió a su Señor en el corazón antes que el vientre y lo dio a luz en Belén. La Madre preocupada que lo siguió de cerca y de lejos en sus correrías proféticas, desde la Bodas de Caná hasta la Última Cena. La Mujer solemne que estuvo tanto en el camino del Calvario, como al pie de la cruz. La bienaventurada Madre del resucitado, la Mujer orante en Pentecostés.
Eso nos muestra que es también una oración contemplativa, que a la par de la liturgia nos va abriendo la mirada y el corazón a la Palabra de Dios. Recorriendo Paternoster y Avemarías, y meditando los misterios de gozo, luz, dolor y gloria, hacemos también el camino de la propia vida. Tiene una sabiduría vital y espiritual. Se adapta a los tiempos y experiencias personales.
Es una oración didáctica y por eso mismo profundamente catequética y teológica. Es, como los vitrales de las catedrales medievales, el evangelio y predicación para los ignorantes y humildes, para los pequeños de los que habla el Señor. El que no ha leído nunca el evangelio, puede recorrer la vida y sacrificio redentor de Cristo, de la mano de María, que como maestra abre el libro de la revelación a sus hijos predilectos; y como jardinera, poda, abona, limpia, riega, con las cuentas del Rosario, la semilla de “mostaza” que crece con cada plegaria hasta que la vida del fiel se convierte en arbusto capaz de sostener pequeños pajarillos, sede de las gracias y consuelos de la fe.
Es una oración más activa que pasiva. No se trata únicamente de repetir frases sin sentido, como jaculatorias o mantras que tranquilizan la mente. Es propiamente una oración orgánica y periódica. Ejercita la memoria, al recordar los misterios de nuestra salvación, la inteligencia al proponerlos en orden e importancia, y la imaginación, al contemplarlos silenciosamente o con la ayuda de imágenes, cuadros y cantos. Se mantienen presentes el tacto al pasar las cuentas, la voz al cantar y recitar las oraciones, la vista con las imágenes de Nuestra Señora; inclusive el olfato, si tenemos la suerte de contar con un rosario de “madera de rosal”.
Si hay una oración social, es el rosario. Y eclesial, junto a la liturgia de la Iglesia. Universal, porque llega a todos los rincones de la tierra y de la sociedad. Es oración fraterna, porque hermana corazones diversos y distintos, a veces inclusive conocidos y desencontrados, y las más, desconocidos. A niños y ancianos se los puede encontrar rezándolo juntos, abuelas enseñándolo a sus nietos, o simplemente, rezando por ellos. Tanto religiosas de clausura, y apostólicas misioneras, y simples transeúntes, se sabe que meditando los mismos misterios, aunque diferentes en sus experiencias, fortalecen voluntades y serenan corazones. Sacerdotes y madres de familia, contemplando los frutos del sacrificio y la oración en sus hijos espirituales y biológicos. A maestros y obispos, precisando, a ritmo del Paternoster y los Avemarías, la enseñanza del evangelio, del que ambos son ministros. A gobernantes y padres de familia, reconociéndose en la labor de pastores, y al tiempo viéndose en la humildad que pedir auxilio al cielo, en el regazo de María. A jóvenes estudiantes y también obreros maduros en días, entusiasmados en el camino de la vida, reconociéndose gozosos por los dones de cada día, iluminados por el evangelio, adoloridos en las carencias propias y del mundo y agradecidamente glorificados, en su conciencia de redimidos en Cristo, en el compartir y encuentro de la misma fe.
Cuando la Iglesia experimentó la gran expansión misionera, después de la luminosa edad media, que vio el nacimiento del Rosario, fue también el tiempo de la expansión de la devoción del Rosario, junto a los sabios y místicos misioneros que llevaron biblias, cristos y cuentas enlazadas en decenas para enseñar la fe en las tierras lejanas y celebrar sus divinos misterios con corazones dispuestos. Evangelización del Oriente lejano, misioneros Dominicos, Franciscanos, Jesuitas y en siglos posteriores, sacerdotes de las Misiones Extrajeras de París, Padres de la Misión - Lazaristas.
Si contamos la evangelización de América, embarcados con militares y colonos, los misioneros Dominicos, Mercedarios, Franciscanos, Jesuitas, sembraron Avemarías junto con la devoción a la Sma. Virgen del Rosario. Comenzando por el Caribe, y de allí a Centro y Norte América y el largo recorrido por Sudamérica. Entre otros, el bienamado Bartolomé de las Casas, que evangelizó entre los nativos, excluyendo la guardia militar, a punta de cruces, cantos y rosarios.
No última, pero menos conocida, la evangelización de África, en la que Misioneros combonianos, Padres Blancos, y una miríada de siervos de Dios, europeos y americanos, marcaron su camino a ritmo de los misterios del rosario.
Santa Teresa de Ávila, siendo niña, quería ir a misionar a las Indias, pero hecha monja y fundadora, reformadora del Carmelo, se contentó con misionar dentro del claustro. ¡Cuántos Avemarías rezarían las monjas, de todos los tiempos y lugares, voces y espiritualidades, tanto carmelitas, como dominicas, agustinas, mercedarias, franciscanas, benedictinas y maronitas, por los misioneros, por los misionados, por sus penas y alegrías! Su hija, Santa Teresita del Niño Jesús, convertida en Patrona de las Misiones, casi sin haber salido del claustro, muestra la comunión de los santos, jalonada de rosarios, camándulas blancas, negras, de nudos o cuentas, coloreadas o descoloridas, de lujosos joyas y cristales, o de traslúcidos y fluorescentes plásticos, o sumando dedos contados fielmente.
Los misioneros dejaron también la fe, lista para encontrar a Cristo, cosechando los rosarios que sembraron por su camino misionero, en la fecundidad del martirio. Así tenemos las iglesias mártires de Vietnam, Corea, Japón, China, Filipinas y la India. África y América no se quedan atrás.
Tan solo en nuestra américa, los que alcanzaron la santidad a punta del rosario diario, rezándole por sí mismos, por las ánimas y los pobres hermanos: santa Rosa de Lima, san Martín de Porres, san Juan Macías, san Luis Bertrán, todos ellos dominicos. El santo obispo del Perú, Toribio de Mogrovejo, cuando su sola diócesis era casi toda América del Sur.
En el caribe, San Pedro de San José de Betancourt, que fundó en Guatemala la primera Orden americana, y, San Antonio María Claret obispo de Cuba. En norteamérica, San Junípero Serra, misionero franciscano de California, y los mártires jesuítas, san Jean de Brebeuf, San Isaac Jogues. Asociada a ellos, pero sin las palmas del martirio, Santa Kateri Tekawitha, indígena americana. Fue misionera en el Amazonas, Santa Laura Montoya. Y el insigne maestro de niños y jóvenes en el Ecuador, San Miguel Febres Cordero. Vale la pena destacar a los Cristeros que al grito de “Viva Cristo Rey” y el Rosario en la mano, dieron su vida por la libertad de México.
Finalmente en Argentina, San Francisco Solano, el misionero del norte, el Beato Ceferino Nemuncurá, príncipe del sur; el Negro Manuel, custodio de N. S. de Luján, la beata Laura Vicuña y la reciente santa, Mamá Antula, penitente y evangelizadora del Río de la Plata. Estos, por nombrar unos pocos, que devotos del Rosario, hicieron de su vida, una expresión de los misterios de gozo, de luz, de dolor y gloria.
¿Entonces es el Rosario una oración misionera?
Autor: Fray Ángel Benavidez OP
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